CHARLES SIMIC (1938-2023)
Al menos por lo que respecta a los testimonios literarios, es decir, a la huella perdurable de lo que alguna vez alguien sintió, pocas víctimas ha debido de haber menos victimistas que Charles Simic, nacido en Belgrado en 1938 y fallecido este lunes en una residencia de ancianos de Dover, New Hampshire. Ya comenzó en […]
Al menos por lo que respecta a los testimonios literarios, es decir, a la huella perdurable de lo que alguna vez alguien sintió, pocas víctimas ha debido de haber menos victimistas que Charles Simic, nacido en Belgrado en 1938 y fallecido este lunes en una residencia de ancianos de Dover, New Hampshire. Ya comenzó en 2003 sus memorias, Una mosca en la sopa (traducidas en 2010 por Jaime Blasco para Vaso Roto), advirtiéndonos de que su experiencia no tenía mucho de particular, y que en un siglo como el suyo eran incontables los sin embargo siempre distintos destinos de los desterrados. Pero lo cierto es que, al menos por la forma de vivirlo y asumirlo, lo que en ese libro se contaba sí era excepcional.
Simic llevaba incorporado un pasado difícil, dramático, y, sin exhibir demasiados traumas ni hacer de lo trágico la médula espinal de su literatura, nunca olvidó las consecuencias que el fanatismo tuvo en la Historia y en su historia, considerándolas una derrota colectiva, un fracaso común e interminable. Así lo expresó en el poema titulado “Guerra” (incluido por Mario Lucarda en su ya descatalogada antología El mundo no se acaba y otros poemas, publicada en 1999 por DVD): “El dedo tembloroso de una mujer / recorre la lista de bajas / en la tarde de la primera nevada. // La casa está fría y la lista es larga. // Todos nuestros nombres están incluidos”.
Hay muchos poemas donde, como en éste, emergen los ecos de lo que vivió en su primerísima infancia, marcada a fuego por la Segunda Guerra Mundial, y mucha reflexión sobre la emigración, sobre su llegada a Estados Unidos, donde aprendió con quince años un idioma, el inglés, que adoptó enseguida y al que ha ensalzado con su literatura.
La poesía de Charles Simic es anti-retórica, a menudo directamente prosaica, incluso con concesiones claras a la narrativa, pero siempre elegante y contenida. Más que anécdotas, lo que encontramos son alegorías, que él sabía extraer de determinadas situaciones cotidianas o de un simple tenedor, o de una sandía…: “Sandías, verdes Budas / en el puesto de frutas. / Comemos la sonrisa / y escupimos los dientes”.
El traductor de este último poema, Jordi Doce, es quien mejor ha enfocado en España la poesía de Simic, tanto por sus versiones como por el largo y comprometido prólogo que colocó al frente de su antología de 2003, Desmontando el silencio (Ayuntamiento de Lucena). Posteriormente, ha sido sobre todo la editorial madrileña Vaso Roto la que ha perseverado en la publicación de muchos libros de Simic, no sólo de poesía, sino ensayos sobre arte, aforismos o el ya citado volumen de recuerdos.
Todas las regiones de esa obra, sea cual sea el género formal al que respondan, traen la misma sensación de inteligencia escarmentada, de observación serena de una realidad en la que siempre se sabe adivinar alguna pequeña o gran amenaza, un peligro latente que a veces simplemente se formula, se nombra, se alude: “Nieva / y los marginados van / todavía / cargando con sus pancartas, // una proclama / el fin del mundo / la otra / los precios de una peluquería local”.
Hay muchos perros vagando por la poesía de Simic, muchos hombres que merodean buscando algo indeterminado, mucha soledad. El tono relativamente desenfadado que nos llega desde una buena porción de sus versos no oculta lo descarnado de casi todos, algo que, sin embargo, haríamos mal en atribuir automáticamente a las circunstancias de su vida, o a la dificultad de sus primeros años. La inevitabilidad de la violencia y de lo malo está ahí, latente o explícita (como en ese poema en el que su abuela insulta y amenaza a quienes dan discursos exaltados desde la radio, aclamados por las deshumanizadas multitudes, y acaba tirando de la oreja a su nieto para que no vaya por ahí contándolo…), pero convive con cierto humor, y ante todo con un afán explorador. Sin agobios ni grandes apetitos, pero escruta todas las esquinas de la realidad en busca de señales, de símbolos sobre los que cavilar y a los que sacar punta. Pero ha sido un poeta muy tranquilo, muy lejos de cualquier intensidad.
Si en las noches de su juventud, según cuenta en sus memorias, leía con avidez todo tipo de libros (entre los que él destacó, por su fuerza, a algunos surrealistas históricos o a poetas del contexto hispánico como César Vallejo y Pablo Neruda), en las noches de su madurez escribía poemas, y esa nocturnidad se nota mucho, así como el insomnio. “Si siempre hubiera dormido bien no sería la misma persona”, afirmó. Y los suyos, aunque traten de lo observado durante el día en cafeterías, museos o callejones, y aunque no sean sueños sino recuerdos agridulces o situaciones cotidianas, son poemas escritos antes del amanecer.
Juan Marqués, para ‘Las Librerías Recomiendan’
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