Cien años con Carmen Laforet
Hace ocho días, el pasado 6 de septiembre, se celebró el centenario del nacimiento de Carmen Laforet, y se hizo como merece, por todo lo alto, aunque las exposiciones, las reediciones y las iniciativas se han ido sucediendo a lo largo de todo este 2021, y seguirán prolongándose. Efemérides como ésta son, ante todo, una […]
Hace ocho días, el pasado 6 de septiembre, se celebró el centenario del nacimiento de Carmen Laforet, y se hizo como merece, por todo lo alto, aunque las exposiciones, las reediciones y las iniciativas se han ido sucediendo a lo largo de todo este 2021, y seguirán prolongándose. Efemérides como ésta son, ante todo, una maravillosa oportunidad para leer o releer a escritores y escritoras importantes, y a nosotras cualquier pretexto para volver a los libros de Laforet nos parece una noticia magnífica.
Años atrás circulaba, incluso por las facultades de Letras, el chiste cruel y falaz de que “después de Nada, nada”. Es mucho más generoso observar, como hizo la semana pasada Irene Vallejo, que “para muchos lectores Nada lo fue todo“. Más generoso… y más exacto, sobre todo si pensamos en las lectoras españolas de 1944, el año en el que apareció aquella novela pasmosa, pocos meses después de que se alzara con la primera edición del Premio Nadal, en un jurado copado por hombres bien situados en el régimen franquista y con alguien tan esquinado con César González Ruano como -suponemos- perplejo finalista.
Sucede con Nada casi lo mismo que con El Quijote: leyendo a Cervantes, parece simplemente imposible que algo así pudiera concebirse y escribirse en 1605, uno tiene la tentación de creerse ante una mixtificación, algo escrito mucho después pero que… Leyendo Nada, produce un asombro paralizador que una debutante de veintitrés años pudiera escribir con tanta soltura y libertad sobre una joven de diecinueve años que regresa a una Barcelona hambrienta y congelada para estudiar Humanidades. Quizá fuese ése el secreto, en realidad: Laforet escribió con “inocencia” una historia que a ratos tiene algo explícitamente “perverso” (como en la incursión alucinada de Andrea por el Barrio Chino, tras los pasos de su tío), ella tal vez no era plenamente consciente de la potencia subversiva que contenía su relato, con lo cual, al producirse el segundo hecho inexplicable (esto es, que ganara el premio en años de extrema censura, de aversión por cualquier crónica de la miseria arrastrada desde la guerra…), lo que los lectores ganaron fue, sobre una lectura agradable o, mejor, hipnótica, todo un sentimiento de compañía, un retrato consolador de una sociedad que a duras penas disimulaba el envilecimiento y la desesperación. Laforet, simplemente, se limitó a escribir sobre lo que conocía, pero lo hizo con una calidad tan apabullante, con unos simbolismos tan poderosos, con una madurez tan insólita… que lo que lanzó, más que un libro, fue un primer misil editorial a la temblorosa línea de flotación de la dictadura.
Desde el exergo general, nada menos que unos versos del exiliado Juan Ramón Jiménez (quien mostró también su admiración por la novela, y quiso ayudar a buscarle editor en Estados Unidos, algo que no ocurrió hasta 1966), todo en Nada rebosa incomodidad hacia la nueva vida española, una protesta solapada pero firme, evidente, en forma de relato íntimo. Elena Fortún, que en una carta de 1951 consideraba Nada “la mejor novela publicada en España en lo que va de siglo”, le decía a Laforet en otra de 1947 que “dígale a su marido de mi parte que cuando se convive con un ser extraordinario no se le puede pedir nada, sólo adorarle. Usted no puede vivir en la vida ruin de España (ruin materialmente), necesita amplitud para que lo material no aplaste lo espiritual”… Al final, como es bien sabido, Laforet permaneció en su país, y tal vez eso explica en buena medida su relativo silencio: éste siempre ha sido achacado al inestable estado anímico de la autora, pero es que ¿acaso no estaba éste, a su vez, absolutamente condicionado por la mezquindad social, por todo lo vivido, lo sufrido, lo anhelado, lo imposible…?
Porque, si bien hubo más libros, y muchos artículos (que Laforet confesaba escribir a desgana), lo que sí es cierto, simplemente indiscutible, es que jamás consiguió nada semejante a su debut, cuyo éxito clamoroso debió de pesar en Laforet y condicionar el resto de su obra. No importa: le debemos a ella, desde ahora centenaria, mucho más que a la mayoría, porque el personaje de Andrea es la modernización definitiva de la mujer española: hubo otras antes, tan libres y activas como ella y mucho más descaradas, pero ninguna en circunstancias tan desfavorables como las de 1943, y llegando tan lejos en su introspección como la inmortal criatura de Laforet. Su timidez es parte de su fuerza: que precisamente no sea una muchacha especialmente osada o temeraria hace que su apuesta por la normalización de la vida femenina sea más clara, más radical. Ése fue el gran revulsivo, la gran conquista de una novela literalmente extraordinaria.
Juan Marqués, ‘Las Librerías Recomiendan‘