Cuestionario librero 113: Ricky Dávila
Qué difícil es fotografiar a tu fotógrafo favorito, sobre todo cuando se trata de alguien que, como buen fotógrafo, no es muy amigo de ser retratado… Y de hecho Ricky Dávila se ha destapado como un auténtico especialista a la hora de camuflarse. Lo explicamos hace un año, al recomendar por aquí su Tractatus Logico-Photographicus. […]
Qué difícil es fotografiar a tu fotógrafo favorito, sobre todo cuando se trata de alguien que, como buen fotógrafo, no es muy amigo de ser retratado… Y de hecho Ricky Dávila se ha destapado como un auténtico especialista a la hora de camuflarse. Lo explicamos hace un año, al recomendar por aquí su Tractatus Logico-Photographicus. La fotografía explicada a los atunes, pues ese libro es una especie de manual sobre los orígenes de la fotografía, pero también una novela originalísima y brillante sobre su propia forma de mirar, articulada a través de burlas y veras que, como todo el humor que pueda servir, tienen algo absurdo y algo trascendente, sin contradicciones. Utiliza a su alterado alter ego Remo Vilado para contar las cosas que le importan, que es la propia textura de la realidad y, con ella, la composición química de la vida, un catálogo de todo lo que vive y palpita y reclama ser pensado, explicado, entendido y amado. Nacido y criado en Las Arenas, tras varios años de formación en Nueva York y muchos años de profesionalización en Madrid, Dávila regresó a su tierra para dirigir en Bilbao el Centro de Fotografía Contemporánea, un lugar muy activo y especial, toda una cantera de fotógrafos diferentes. En la página web personal de su director puede rastrearse, retrospectivamente, buena parte de su trabajo, incluidas las primeras andanzas de Vilado, y ojearse sus libros y reportajes, o también sus formidables retratos, que durante mucho tiempo, sin llegar a renegar de ellos, miró un poco de reojo por tratarse, al fin y al cabo, de encargos, pero con los que ahora se está reconciliando, entendiendo que el tiempo les ha venido bien, y entre los que efectivamente hay imágenes ya icónicas, parte de nuestra memoria colectiva. Amanecemos con Dávila en la playa de Plentzia, donde vive con su familia, y allá le entregamos nuestro cuestionario, que responde en lo que viene a ser una prolongación de la gracia de su libro, pura libertad, pura iconoclastia, porque, como bien dice, “la lección fundamental en literatura es la del desacato”.
[Fotografía: Ricky Dávila, en Plentzia (Vizcaya), 5 de junio de 2021. Fotografía de Juan Marqués.]
¿Cuál fue el libro que inoculó en ti el veneno de la lectura?
Mi madre me leía El señor de los anillos cuando era pequeñajo. Ahora que lo pienso, yo creo que ese momento es fundacional. La habitación en penumbra de nuestra casa en Las Arenas se iba poblando de orcos, troles y hobbits. Yo entendía el relato a medias, pero me abandonaba a un sueño rodeado de los fantasmas de Tolkien, con mi madre susurrando batallas titánicas en la cabecera de mi cama.
¿Hay algún personaje de novela al que te gustaría parecerte (o te hubiera gustado cuando lo leíste)?
Sí, Hans Castorp, el convaleciente universal en La montaña mágica de Thomas Mann. Algo tiene lo de abandonarse al cuidado de los demás. Una tumbona en la terraza del sanatorio de Berghof y a perderse en ensoñaciones sobre lo divino y lo humano. Con una mantita sobre las piernas, eso sí, no vayamos a coger un constipado. A media tarde un caldito reparador y la compañía del vitalista Settembrini, recitando entusiasta un poema de Virgilio.
¿Cómo eliges tu siguiente lectura? ¿Qué peso tiene la selección de la librería o la recomendación del librero / de la librera en tu decisión de compra?
Por capilaridad: voy encadenando lecturas afines una detrás de otra durante un tiempo. Por ejemplo, me engancho con Hofmannstshal, Schnitzler (nunca lo escribo bien) y los vieneses del cambio de siglo –en general toda la literatura germana y centroeuropea me gusta mucho–. Pero soy de mecha corta y, pasadas unas semanas, necesito una lectura opuesta y me lío con un norteamericano contemporáneo, un ensayo o alguna lectura de escritores insumisos, Sterne, Beckett o Vonnegut, tanto da. Por prescripción propia y salud personal necesito la lectura, de vez en cuando, de escritores que contravengan las convenciones y que recuerden al lector sensible que la lección fundamental en literatura es la del desacato y la libertad de creación individual como principio cósmico y como principio doméstico.
Sé valiente, por favor: ¿qué lectura “insoslayable” tienes todavía pendiente?
Los dos últimos volúmenes de El hombre sin atributos de Musil. Dejé al asesino Moosbruger con un reptil trepándole por el estómago en su celda. Pero he dejado pasar demasiado tiempo, casi diez años diría, y apenas me acuerdo del protagonista Ulrich y de Diotima. Y ahora no sé si retomarlo o empezar desde el principio. Es una lectura exigente para la que hace falta tiempo y músculo.
¿Sabes de algún libro extranjero que habría que traducir con urgencia, o alguno descatalogado o muy desconocido que haya que reeditar para bien del mundo?
Pues alguien tiene que reeditar Cuento de hadas en Nueva York del gran J.P. Donleavy. Tengo una edición pleistocénica de Bruguera con las páginas amarillentas y fosilizadas. Cada vez que intento abrir el libro se me escurre entre las manos. Gracias, Bruguera, libro amigo, nada personal. Pero es que tus libros envejecen peor que una polilla al sol. Todavía conservo todo Chandler y Ross MacDonald en Bruguera. Lo hago por nostalgia pura. Cada vez que evoco las pesquisas de Lew Archer, mirando estos libritos de Bruguera, que leía hace treinta años, descansando en la parte inferior de mi librería, lo hago con una ternura infinita.
Algún vicio inconfesable sobre libros (subrayar, tirar a la basura, robar, gastarte lo que no tienes, esconder los libros que compras para que no te riñan en casa, hacer listas y hasta estadísticas con los libros que lees, leer hasta el ISBN y el colofón…)
Utilizo muchos extractos de mi escritores predilectos como alimento de mi escritura. Voy incardinando, así, mis disgresiones a las suyas y soltando, con esta trampa, la madeja de mis devaneos. Pellizco las hojas en la base inferior y marco con una equis a lápiz el margen del párrafo que me interesa. Dejé de subrayar hace años porque el efecto era horrible: líneas torcidas sin control que muchas veces tachaban el texto en cuestión o invadían otras líneas sin ningún interés para mí. El libro querido, mancillado de este modo, parecía el manual de Geografía de un parvulario idiota. Así que doblo las esquinas por la parte inferior. Tengo libros reventados a pellizcos por abajo. Han engrosado tanto en su base que no entran bien en la estantería. Un honor. Montaigne, las memorias de Baroja, El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. Y así un montón de libros inflamados y deformes. Con este juego del diablo me convenzo de que tengo asimilados a estos autores. Mentira absoluta: apropiacionismo de bajo vuelo para adornar con un falso barniz intelectual mis invenciones lelas. No soy el único, que conste: “pues hago que otros digan lo que yo no puedo decir tan bien, ya sea por la pobreza de mi lenguaje, ya por la pobreza de mi juicio” (Montaigne) .
¿Qué tiene que tener una librería para que te apetezca volver a ella?
Me gustan las librerías espaciadas en las que puedes perderte sin injerencias ni nadie musitándote consejos en la nuca. Soñando con los lomos de lecturas pendientes y evocando algunas ya familiares. Cuando estoy frente a una estantería me gusta estar solo. No admito otro lector en un radio inferior a diez kilómetros. Por ejemplo: estoy frente a la “c” de ficción internacional, por decir algo, tengo a Calvino delante, me asaltan las lecturas y personajes compartidos: el barón rampante columpiándose en las ramas de un árbol o el vizconde Torralba con el cuerpo seccionado por un cañonazo… En esto asoma sobre mi hombro un patán que, con toda la librería para él solo, no tiene mejor ocurrencia que bizquear sobre los volúmenes (mis volúmenes) de Calvino, que tengo en frente. Da igual que sea una adolescente granujienta mascando chicle, un universitario culiprieto con aires de Unamuno o un comercial vendiendo a voces en el móvil una aspiradora, tanto da; en esos momentos los celos son tan fuertes que podría saltar al cuello de cualquiera y estrangularlo con mis propias manos. Escondería el cadáver bajo una montaña bien grande de libros, de Paz Padilla, por ejemplo, porque, ahora que lo pienso, con los cuatro de Calvino no cubriría ni la frente.
Recomiéndanos, por favor, un clásico (o varios) y un libro reciente.
Pierre o las ambigüedades de Melville (novela de formación). No entiendo por qué se considera una obra secundaria del autor. A mí me parece extraordinaria, pero, claro, no soy critico literario. De la actualidad la lectura que más me ha conmovido últimamente es Guerra y trementina de Stefan Hertmans, flamenco. Una obra maestra a la altura del mejor Sebald. El pintor aficionado Urbain, abuelo evocado por el autor, forma parte de la nómina de personajes literarios inmemoriales de la literatura universal.
[Y la pregunta 10 la lanza hoy Juan Marqués, coordinador de ‘Las Librerías Recomiendan’:]
“¿Qué planes futuros, inminentes o remotos, tienes para Remo Vilado? ¿Qué andas preparando con él?, ¿hacia dónde crees que se dirige, y en qué formato, en qué disciplina artística lo vas a enredar, cómo se presentaré ante nosotros?”
Remo Vilado vuelve al ataque en breve en la forma de dos nuevos cuadernos, Happiness y The Lines of my hand. Vamos a juntar los cuatro cuadernos, editados en una caja en la que irá incluido un flamante diccionario viladiano, un poco como el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot, pero para atunes.