Día de la Mujer y la Niña en la Ciencia
Es un lugar común decir que no hay nada más bonito que la imagen de un niño leyendo totalmente absorto, y tampoco tardaremos en comprender que, si la que se lee es una niña, la imagen tendría todavía más implicaciones positivas, venturosas, casi una reparación. Si lo que lee es, además, un libro de divulgación […]
Es un lugar común decir que no hay nada más bonito que la imagen de un niño leyendo totalmente absorto, y tampoco tardaremos en comprender que, si la que se lee es una niña, la imagen tendría todavía más implicaciones positivas, venturosas, casi una reparación. Si lo que lee es, además, un libro de divulgación científica (y los hay, desde luego, para niños/as), redondearemos la imagen del futuro esperanzador.
La ganadora del Premio Nobel de Medicina en 2009, la australiana Elizabeth Blackburn, afirma, respecto de su vocación que, desde niña, que “no quería simplemente saber los nombres de las cosas: recuerdo, sobre todo, querer saber cómo funcionaban las cosas”. Intentando dar respuesta a esa curiosidad, y a la vez que se multiplicaban las iniciativas institucionales (desde hace seis años, el 11 de febrero es el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia), aquella esperanza ha sido recogida con profusión por el mundo editorial en los últimos años; y, más allá del libro divulgativo, todos los géneros que pueblan nuestras mesas (diarios, biografías, memorias, epistolarios, novelas, nature writing,…) acercan a lectoras y lectores a mujeres que hicieron ciencia, que hacen ciencia, y que inspirarán a las que harán ciencia.
Una de las citas más famosas de la Premio Nobel de Medicina en 1986, Rita Levi-Montalcini (“El progreso depende del cerebro; y su parte más importante, el neocórtex, debe utilizarse para ayudar y no tan sólo para hacer descubrimientos”), preside muchas de las iniciativas: libros que persiguen conocer y reconocer la vida y logros de mujeres científicas a través de perfiles colectivos o individuales.
Su contribución, junto con su compañera Giuseppina Tripodi, la realizó en Las pioneras, un repaso de la aportación femenina a la ciencia desde la Antigüedad.
A ése se unen otros muchos: sea como álbum ilustrado, como las Mujeres de ciencia que Nórdica publicó hace más de tres años, como las recopilaciones-homenaje de aquellas que desempeñaron roles esenciales en el desarrollo de otras tantas disciplinas a lo largo del tiempo, como Mujeres matemáticas, Sabias o Las mujeres de la luna, o como las biografías individuales (Ada Lovelace en El algoritmo de Ada o Jane Goodall en la homónima obra de Virginia Mendoza), o las recogidas en la colección “Grande & Pequeña” de Alba Editorial, dedicadas a un público infantil, y que pueden ser el primer paso para dar el salto a las obras de las propias protagonistas o a perfiles más extensos de las científicas.
Si se hiciera una encuesta sobre la científica más conocida, es altamente probable que la respuesta fuese Marie Curie, la única mujer de entre las (sólo) cuatro personas galardonadas doblemente con el Nobel. La polaco-francesa, cuya historia personal utilizó como espejo Rosa Montero en La ridícula idea de no volver a verte, mantuvo con sus hijas, Irène (también premiada con el Nóbel) y Éve, una correspondencia que recoge Marie Curie y sus hijas: cartas. Las niñas tenían nueve y dos años, respectivamente, cuando murió su padre. El trabajo de su madre y el modus vivendi de la época las mantenía a menudo separadas de ella. Y escribían: cartas, postales, telegramas. Este volumen está lleno de “te echo de menos”, “¿cuándo vas a venir?”, ecuaciones, recomendaciones, peticiones de cuidado con las bicicletas, relatos de la guerra y de las camionetas radiológicas que Madame Curie arrastraba por el frente, llevando los rayos X a los hospitales de campaña, doctorados honoris causa, viajes de trabajo, cuentos, besos.
La citada Levi-Montalcini cuenta en sus memorias, Elogio de la imperfección, lo que representó ser una de las pocas mujeres en la facultad de Medicina, de la relación con sus padres, de ser judía pero laica (laica, pero judía…) en medio del Manifiesto de defensa de la raza de Mussolini, de experimentos con huevos, con muchísimos huevos en medio de la guerra, medio escondida en un pueblo, de dedicar tu vida a algo, de hacer de un puñado de embriones que no descansan los fines de semana tu familia, de sobreponerte al machismo, del compromiso.
Igual de conocidas son las obras de las primatólogas Jane Goodall (60 años en Gombe) o Diane Fosey (Gorilas en la niebla).
La relación entre mujeres y ciencia no acaba, sin embargo, en los manuales, recopilaciones y biografías. La “naturaleza en los libros” ha saltado a la temática y contamos con numerosos libros escritos por autoras vinculadas a la ciencia en los últimos años (y muchos de ellos felizmente traducidos para los lectores españoles) en los que, con la excusa de mostrar los prodigios de las estrellas, los insectos, los pájaros o las plantas, se repiensa el mundo,
La cetrera Helen MacDonald nos deslumbró en H de Halcón con el relato del duelo por la muerte de su padre a la vez que se enfrentaba al azor que había decidido adiestrar. Esperamos que sus Vesper flights, una colección de ensayos sobre la relación entre los humanos y la naturaleza que se publicó el pasado agosto, llegue pronto a las mesas de las librerías españolas.
En clave más doméstica, Mónica Fernández Aceytuno, en El país de los pájaros que duermen en el aire, un diario que recorre las estaciones de la mano de la fauna y flora españolas, nos acercó a otra forma de observar nuestro entorno.
Si algo nos ha revelado bucear en los libros sobre las mujeres y la ciencia es constatar que la presencia de éstas, callada o incluso silenciada durante siglos, ha existido siempre. Por eso nos alegra especialmente, para terminar este pequeño recorrido, que las Prensas Universitarias de Zaragoza hayan recuperado, hace apenas unas semanas, Tyrocinio Arithmetico, de María Andresa Casamayor, el primer libro de ciencia escrito por una mujer en castellano.
[Fotografía: escaparate de la Librería Oletvm Junior, de Valladolid]