Cuestionario librero 130: José Manuel Benítez Ariza
Poeta, novelista, cuentista, crítico de libros, historiador del cine, ensayista, columnista, aforista (aunque él lo matizaría), traductor de altura (a él le debemos, entre muchos otros, el Lord Jim de Conrad o el América de Kipling) y hasta dibujante más que notable, José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) es un verdadero todoterreno literario que, por […]
Poeta, novelista, cuentista, crítico de libros, historiador del cine, ensayista, columnista, aforista (aunque él lo matizaría), traductor de altura (a él le debemos, entre muchos otros, el Lord Jim de Conrad o el América de Kipling) y hasta dibujante más que notable, José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) es un verdadero todoterreno literario que, por descontado, también le da al diario, que es un poco la prueba de fuego de la literatura, el campo de juego donde cada cual muestra no tanto quién o cómo es como cuál es su poética, su filosofía de la literatura y, por tanto, de la vida. Benítez Ariza llama al suyo un “diario abierto”, y los va entregando no por el habitual orden cronológico, sino respondiendo a otro tipo de criterios. Se publican casi a diario en su blog, Columna de Humo, y periódicamente los da en papel: el último, publicado en septiembre de 2020, hace ahora un año, reunía todas las entradas dedicadas a su gata K. “Sin amor es imposible escribir nada, me parece a mí”, afirmó hace un tiempo Andrés Trapiello al prologar un opúsculo de Benítez Ariza sobre Cervantes, y desde luego que en este Todo sobre K. Una gata en el diario, lo que rebosa es el cariño, el afecto, pero también la curiosidad, la admiración inagotable ante los gatos que tan fácilmente compartiremos todos los que hemos convivido con alguno. Quedamos con Benítez Ariza a primerísima hora de la mañana, ante una playa de La Caleta vacía y ante “un mar que mira a quien le mira” (según decía un verso de Arabesco), y allí le entregamos el cuestionario librero, con pregunta final de la narradora Mar Gómez Glez.
[Fotografía: José Manuel Benítez Ariza, en Cádiz, 29 de julio de 2021. Fotografía de Juan Marqués.]
¿Cuál fue el libro que inoculó en ti el veneno de la lectura?
Fue un proceso gradual, que empezó en mi más temprana infancia, desde que aprendí a leer a los tres años. Cuentos, tebeos… A partir de los ocho o nueve años, las novelas adaptadas que publicaba Bruguera, y que yo devoraba y releía una y otra vez: Julio Verne, Mark Twain… La poesía empezó a interesarme a los catorce años, cuando cayó en mis manos –fue un premio escolar– la antología de Juan Ramón Jiménez que hizo Vicente Gaos para Cátedra. Luego vinieron los cuentos de Edgar Allan Poe…
¿Hay algún personaje de novela al que te gustaría parecerte (o te hubiera gustado cuando lo leíste)?
En mi infancia, sin duda, Tom Sawyer. En mi juventud imité, sin éxito, algunos modelos poco recomendables: el Horacio Oliveira de Rayuela, por ejemplo, o algunos personajes de Hermann Hesse. Ahora me parece que bastante trabajo tiene uno con ser quien es.
¿Cómo eliges tu siguiente lectura? ¿Qué peso tiene la selección de la librería o la recomendación del librero / de la librera en tu decisión de compra?
Pesa mucho el azar, especialmente en lo referente a hallazgos en mercadillos o librerías de viejo. También suelo seguir determinados hilos: un libro contiene alguna referencia que me lleva a otro, etcétera. A mi librero de cabecera, no obstante, le debo algunas muy buenas recomendaciones: todavía recuerdo una mañana en la que yo andaba muy desanimado y él puso en mis manos Diario de Argónida de José Manuel Caballero Bonald. Aunque normalmente voy a tiro hecho e incluso lo llamo antes por teléfono para hacerle algún encargo.
Sé valiente, por favor: ¿qué lectura “insoslayable” tienes todavía pendiente?
Muchas. Una sola vida no basta para leer todo lo que uno quisiera y, sobre todo, para releer. Me gustaría explorar despacio, por ejemplo, la obra de Walter Benjamin, de quien sólo he leído algunas cosas, que me han deslumbrado.
¿Sabes de algún libro extranjero que habría que traducir con urgencia, o alguno descatalogado o muy desconocido que haya que reeditar para bien del mundo?
Sé de algunos que habría que volver a traducir, porque las traducciones disponibles no son aceptables. Pero prefiero no nombrarlos, por no ofender a los traductores que las firman, normalmente mal pagados y sin tiempo para detenerse en los cuidados que exige una buena traducción. Entre esos libros mal traducidos los hay de clásicos de primera fila: me acuerdo ahora de alguno de Stevenson, alguno de Thomas de Quincey, etcétera.
Algún vicio inconfesable sobre libros (subrayar, tirar a la basura, robar, gastarte lo que no tienes, esconder los libros que compras para que no te riñan en casa, hacer listas y hasta estadísticas con los libros que lees, leer hasta el ISBN y el colofón…)
Casi todos los que mencionáis. Anoto casi todo lo que leo en un cuaderno, hago mis recuentos a fin de año, casi nunca abandono un libro que haya empezado a leer, aunque no me esté gustando, etcétera. Pero el principal es comprar más libros de los que tengo tiempo de leer, sobre todo en los mercadillos y librerías de viejo. Creo que la reacción química que se produce en mi cerebro ante determinados hallazgos debe de parecerse mucho a lo que experimenta un drogadicto cuando se inocula su dosis. A veces hasta me preocupa.
Define tu perfil de librero/a ideal: tímido/a, parlanchín/a, con un ordenador en la cabeza, sabelotodo, a la última, clásico/a…
Aparte de poseer las cualidades personales imprescindibles (amabilidad, discreción, etcétera) en cualquiera que trate con un público, creo que un buen librero debe ser ante todo eficiente. Me consta que muchos de los libros por los que me intereso, y que a veces publican editoriales pequeñas y mal distribuidas, exigen una verdadera labor de rastreo e incluso en ocasiones toda una pesquisa detectivesca. Tengo la suerte de contar con algún librero de confianza que no se amilana nunca ante esa perspectiva.
¿Qué tiene que tener una librería para que te apetezca volver a ella?
Todo lo que hemos dicho ya: un librero amable y eficiente, etcétera. Es también muy importante que no parezca un supermercado y que la mesa de novedades revele criterio y sensibilidad y no sea un mero muestrario de novedades muy publicitadas. Que tenga personalidad, en definitiva.
Recomiéndanos, por favor, un clásico (o varios) y un libro reciente.
Aquí no tengo más remedio que barrer para casa: el poema narrativo o novela en verso Aurora Leigh de Elizabeth Barrett Browning, que he tenido el placer de traducir recientemente para Cátedra, en una edición con introducción y notas de la profesora Carme Manuel. Es una maravilla. Es también reciente, al menos como novedad en España, la impresionante novela Stoner de John Williams. En poesía, considero todo un descubrimiento la del argentino Antonio Requeni, de quien se ha publicado recientemente la antología La palabra en el tiempo en la meritoria colección Palimpsesto. Podría seguir…
[Y la pregunta 10 la lanza hoy la escritora Mar Gómez Glez:]
“Querido José Manuel, has dicho en alguna ocasión que lo cotidiano es una fuente de prodigios. ¿Es la escritura una forma de desvelar el prodigio u otro prodigio más de la misma? ¿Y la ficción? ¿Qué función cumple en todo esto?”
Entiendo que lo cotidiano es siempre fuente de asombro y misterio, sólo que, como estrategia de supervivencia, solemos abordarlo como si no hubiera nada en ello que nos sorprendiera o maravillara, más allá de la pequeñas novedades más o menos asimilables que nos sobrevienen diariamente. El arte, en general, y la literatura en particular pretenden ir más allá de esa actitud acomodaticia y devolver a la realidad su condición de prodigio, de fuente de preguntas a las que no sabemos responder, de milagro y epifanía permanente. No hay impostura en ello: es una de las funciones inherentes de la palabra, que, al nombrar, señala y singulariza lo que, de lo contrario, hubiera pasado quizá desapercibido. Cuando decimos a alguien: “¡Mira!” y le señalamos algo, estamos invitándolo a apreciar lo que ese objeto o acontecimiento tienen de singular, de raro, de irrepetible. En literatura, eso se puede hacer de manera breve, en un verso, en una metáfora, en un poema, o articulando lo observado en forma de sucesión de acontecimientos, es decir, en forma de narración. La narración literaria tiene siempre un fondo poético y no se distingue sustancialmente del modo de operar de la poesía. De lo que sí conviene precaverse es de la afectación, de la pretensión de que lo prodigioso no está tanto en la realidad como en las palabras que la nombran. La obra literaria puede ser percibida como un prodigio más, pero eso debe de venir después, por voluntad del lector, y no porque el autor se empeñe en potenciar todo aquello que aporte extrañeza o fuegos de artificio a la pura escritura, que debe ser siempre, entiendo, ajustada y humilde. Lo que, por supuesto, no va en detrimento de un sabio uso de los recursos del idioma para lograr la expresión mejor de aquello que se quiere nombrar.