Cuestionario librero 99: Marta Agudo
Que la enfermedad puede adoptar extrañas formas de belleza es algo que sabíamos, pero pocas veces lo hemos comprobado con una nitidez tan especial como leyendo Sacrificio, el último libro de la poeta y profesora Marta Agudo (Madrid, 1971), publicado en marzo. Siguiendo la herida senda que comenzó en Historial, en este nuevo libro se […]
Que la enfermedad puede adoptar extrañas formas de belleza es algo que sabíamos, pero pocas veces lo hemos comprobado con una nitidez tan especial como leyendo Sacrificio, el último libro de la poeta y profesora Marta Agudo (Madrid, 1971), publicado en marzo. Siguiendo la herida senda que comenzó en Historial, en este nuevo libro se habla de hospitales, de anestesias, de “lluvia de agujas”…, pero se hace, desde luego, desde una conciencia muy honda de la poesía, desde un compromiso muy serio con el lenguaje, casi con responsabilidad. Y en el dolor físico o en el miedo o en la debilidad pueden encontrarse también vínculos poderosos con la literatura: “Depender es tener que dar las gracias permanentemente”. Simultáneamente, Marta Agudo publica Veracidad del mapa, una antología de poemas escritos como glosa a distintas fotografías de Cano Erhardt: lo publica la galería madrileña Luis Burgos dentro de su colección El Lotófago, dirigida por la propia Agudo y coordinada por Jordi Doce (que es, por cierto, el dedicatario de Sacrificio). Quedamos con Marta Agudo muy cerca de su casa, en la cuesta de San Vicente, y allí le entregamos el cuestionario librero, con preciosa pregunta final de su amiga y alumna Azahara Alonso.
[Fotografía: Marta Agudo, en Madrid, 5 de mayo de 2021. Fotografía de Juan Marqués.]
¿Cuál fue el libro que inoculó en ti el veneno de la lectura?
En mi caso sería más bien la cuestión de cómo, o dónde, se me inoculó. Tengo muchos recuerdos de niña en la cocina de mi casa, con mi madre, aprendiéndonos poemas de Lorca («El lagarto está llorando…», «Verde que te quiero verde») o del primer Juan Ramón Jiménez. Por no hablar de los grandes fomentadores que eran los maravillosos libros de texto que había antes (Senda, etc.), donde uno podía encontrar fragmentos de Delibes, de Sánchez Ferlosio, de Ana María Matute… Por último, a la memoria poética de mi madre tengo que sumar otra fuente básica, los cantautores, de los que muchos se han reído, quizá, pero sin los cuales yo no estaría aquí ahora. Quiero decir con esto que llevo la poesía «incorporada». No sé si es una buena herencia la que me han dejado.
Si tengo que hablar de un libro decisivo (un «libro-mosquito», que te despierta a la fuerza), y aunque suene pedante, sería La montaña mágica.
¿Hay algún personaje de novela al que te gustaría parecerte (o te hubiera gustado cuando lo leíste)?
Pues, siendo coherente, supongo que Hans Castorp, para escuchar en directo a Settembrini.
¿Cómo eliges tu siguiente lectura? ¿Qué peso tiene la selección de la librería o la recomendación del librero / de la librera en tu decisión de compra?
Suele pesar bastante. Lo que pasa es que tiene que haber libreros con los que una comparta el gusto o que te conozcan. Tristemente, prima el bestseller, lo que hace más meritoria la vida de librerías independientes como (aquí en Madrid) Enclave, Alberti, El Aleph…
Sé valiente, por favor: ¿qué lectura “insoslayable” tienes todavía pendiente?
La divina comedia, El idiota… Y releer, que para mí es fundamental, los Ensayos de Montaigne, siempre Montaigne. En poesía la lista es tan larga que no quiero deprimirme.
¿Sabes de algún libro extranjero que habría que traducir con urgencia, o alguno descatalogado o muy desconocido que haya que reeditar para bien del mundo?
La versión íntegra del Zibaldone de Leopardi. Existen versiones abreviadas, muy meritorias, pero echo de menos el libro completo. Por lo demás, seguro que existe en algún lugar un tratado sobre cómo dejar que te guste la tauromaquia, algo que podría titularse «historia de una salvajada».
Algún vicio inconfesable sobre libros (subrayar, tirar a la basura, robar, gastarte lo que no tienes, esconder los libros que compras para que no te riñan en casa, hacer listas y hasta estadísticas con los libros que lees, leer hasta el ISBN y el colofón…)
Soy un desastre con los libros como objeto. Los considero casi un campo de batalla. Me gusta subrayarlos con lápices y rotuladores de distintos colores (muchos fosforescentes), abrirlos y casi partirlos por el lomo (mi pareja echa chispas), llenar los márgenes de notas… Recuerdo que hace bastantes años los amigos que pasaban por casa aprovechaban para ver qué pensaba de un libro por mis notas: comentarios escritos con sorna, insultos directos, remedos de algún verso, etc. Nos reíamos bastante.
A tal punto llega mi relación física con los libros que varias veces he tenido que comprar otro ejemplar del mismo título para tener así la sensación de que volvía a «estrenarlo». Por ejemplo, de Platero y yo y de Espacio tengo por lo menos cinco ejemplares, respectivamente.
Define tu perfil de librero/a ideal: tímido/a, parlanchín/a, con un ordenador en la cabeza, sabelotodo, a la última, clásico/a…
Un término medio: que esté ahí para resolverte dudas (títulos, fechas de salida de un libro…) y, por supuesto, para compartir conversación, inquietudes, etc… Por ejemplo, un buen librero te avisa cuando sabe de un libro que te puede interesar. Un recuerdo rapidísimo es el de quien me recomendó a Lispector. No lo olvidaré.
¿Qué tiene que tener una librería para que te apetezca volver a ella?
Una buena sección de poesía y otra de ensayo; y, puestos a pedir, un poquito de música clásica de fondo.
Recomiéndanos, por favor, un clásico (o varios) y un libro reciente.
Por motivos de salud reciente he tenido problemas para leer, lo que ha supuesto un antes y un después en mi vida. No sabía bien para qué me levantaba. Si no puedo leer, si no puedo escribir, que es uno de los pilares de mi vida, ¿qué hago entonces? Y otro dilema era: como tengo poco tiempo, tengo que calibrar mucho qué voy a leer después. Era, y sigue siendo, una decisión difícil.
Los tres clásicos de nuestra poesía que a mí me han alimentado son Góngora, Quevedo y san Juan de la Cruz.
A quien he leído recientemente y sigo haciéndolo es a Chantal Maillard: La compasión difícil y Medea, cada uno en su género, me han impresionado. Aparte, acudo a menudo a José Ángel Valente y a la palabra (para mí inspiradora) de Juan Carlos Mestre.
[Y la pregunta 10 la lanza la poeta y aforista Azahara Alonso:]
“Querida Marta, sabes que para quienes fuimos tus alumnos/as nuestra concepción de la poesía cambió por completo gracias a tus clases, a tus libros y a tus recomendaciones de lectura. Gracias a ti la vimos como una forma literaria capaz de moldear el lenguaje para domesticar el contenido (y para huir de lo sentimental, decíamos entonces). En una entrevista que te hice hace tiempo para Quimera, con motivo de la publicación de Historial, declaraste que «Lo poético es una categoría distinta para entender el mundo: presenta una realidad desautomatizada». Querría hacerte dos preguntas. ¿Cómo ha tamizado lo poético la vivencia de la enfermedad, su comprensión? Y en un momento personal tan duro y sabiendo que escribiste Sacrificio inspirada, de manera muy certera y ágil, ¿qué fue más difícil: abordar el tema o la propia escritura y sus exigencias?”
Gracias por tu pregunta, querida Azahara. Tú sabes bien que esa desautomatización del lenguaje poético, simplificando mucho, estribaría en ver las cosas de otra forma para así reparar en ellas de nuevo (el clásico: «¡anda, sí lo tenía allí hace meses y no lo veía»!). Ese ver de otro modo te lleva a usar el lenguaje de forma distinta, a hablar en una «lengua extranjera», como dice Mestre.
Y ahí voy, justamente. Pues cuando entras en la consulta de un hospital y te dan a entender que tu vida va a cambiar radicalmente, por regla para mal, todo lo que te rodea cobra un valor especial. Dentro de esa «nueva realidad» influyen mucho los objetos que te rodean. Nunca imaginé el protagonismo que podían tener los objetos de una mesita de noche, por ejemplo.
De Historial y Sacrificio, que giran sobre la enfermedad y alrededores, sólo puedo decir que ambos nacieron abruptamente tras años de sequía creativa. En el primer caso, a raíz del impacto que me causaron las fotografías de Cano Erhardt, más el trauma de visitar al padre de un amigo a un centro de ancianos con problemas neuronales. En Sacrificio el detonante fue la enfermedad misma, o, mejor dicho, el hecho de que la enferma era yo.
La forma de dar cauce al pensamiento ha sido la escritura. Escribir una línea al día, aunque sólo fuera eso, y así entrar en una realidad simbólica que me permitiera redescubrir la vida, respirar de otra manera. Quiero aclarar que fue una escritura gozosa, que me permitía dar un valor simbólico a lo que sentía, al miedo contenido, transfigurar el dolor y la destrucción en deseo de vida… Y es que lo más difícil en mi caso es hablar del dolor; creo sinceramente que es una vivencia inefable. Es decir, el tema me escoge y yo me entrego a él para sobrevivir mejor. Así que la escritura es la dificultad máxima, desde luego, pero es también la pauta que marca lo demás y te salva.