Entrevistas

Cuestionario librero nº 14: Amelia Pérez de Villar

Especialista en D’Annunzio y biógrafa de Dickens (de cuya muerte se cumplieron ayer 150 años), traductora del inglés y el italiano, autora de dos novelas (El pulso de la desmesura y Mi vida sin microondas) y directora de la colección de narrativa de la editorial Fórcola, la madrileña Amelia Pérez de Villar ejerce la teoría […]

Especialista en D’Annunzio y biógrafa de Dickens (de cuya muerte se cumplieron ayer 150 años), traductora del inglés y el italiano, autora de dos novelas (El pulso de la desmesura y Mi vida sin microondas) y directora de la colección de narrativa de la editorial Fórcola, la madrileña Amelia Pérez de Villar ejerce la teoría de la traducción (Los enemigos del traductor, reseñado para ‘Las Librerías Recomiendan’ por la Librería Antígona] y, sobre todo, la práctica: se publica ahora su flamante versión de todos los Cuentos de Thomas Wolfe.

¿Cuál fue el libro que inoculó en ti el veneno de la lectura?

Los cinco se divierten, de Enid Blyton. Me lo trajo mi tío de una obra (era albañil), donde lo encontró tirado. No lo leí inmediatamente. Estaba rota la tapa, y lo forré de plástico transparente. Aún lo conservo. Lo siguiente que recuerdo es una versión adaptada de La Odisea. Pero adaptada de entonces: resumida, no de esas que consideran que los niños son tontos.

¿Hay algún personaje de novela al que te gustaría parecerte (o te hubiera gustado cuando lo leíste)?

A Modesty Blaise, aunque nació como personaje de cómic y no de novela, y seguramente se hizo mundialmente conocido con la película, que se estrenó un año después que la novela con Monica Vitti de protagonista y rubia, pero en el cómic es una morenaza que quita el “sentío”. Y el personaje no puede ser más novelesco.

¿Cómo eliges tu siguiente lectura? ¿Qué peso tiene la selección de la librería o la recomendación del librero / de la librera en tu decisión de compra?

Pues me cuesta, la verdad. Siempre tengo dos mil libros esperando: los que necesitas leerte, los que tienes que leerte, los que te apetece leerte, los que estás obligado a leerte… En fin. Casi siempre me apetece uno en concreto y casi nunca es ese el que acabo leyendo: lo empiezo y lo dejo. Creo que influye el instinto y la onda de sintonización –en otras palabras, lo que me pide el cuerpo– que son cosas muy buenas para la satisfacción propia y para la presión arterial pero con las que nadie se ha hecho rico. Pero el impulso primigenio de ir a por un libro y no a por otro lo da seguramente la influencia externa: amistades, prensa, redes… Otras sigues a un autor que te gusta y estás esperando como agua de mayo a que saque lo próximo.

Si un librero me recomienda un libro… Iba a decir que no lo necesito y no es por soberbia, sino por los dos mil de los que te hablaba antes… Pero creo que los libreros que me conocen también lo saben, y a pesar de ello a veces me recomiendan. Y yo siempre hago caso. Soy una fácil.

Sé valiente, por favor: ¿qué lectura “insoslayable” tienes todavía pendiente?

Franceses. Muchos franceses, pobres. A mí me dio la anglofilia muy pronto y, como mi padre me apuntó a francés, me quedó ese poso de rebeldía y no les he hecho mucho caso… Necesito más franceses en mi vida lectora. Más Zola, más Flaubert, y más Proust, sobre todo Proust. Los tengo a todos a medio leer y no me causa el menor orgullo, sino un dolor infinito. Sin los franceses la formación de un escritor no está completa, y la de un lector tampoco. Es un fallo que voy subsanando poco a poco. De hecho, he aprovechado estos tiempos para repasar a André Gide (en francés) y a Françoise Sagan (en francés y traducida). Quizá vaya ahora a por Camus.

¿Sabes de algún libro extranjero que habría que traducir con urgencia, o alguno descatalogado o muy desconocido que haya que reeditar para bien del mundo?

Mmmm… claro. Pero no os lo voy a decir. La última vez que fui con esta embajada a un editor me dijo que no le interesaba lo que le ofrecía. A los pocos meses la traducción estaba en todas las mesas de novedades. Qué momento. ¿Te imaginas? Si yo sintiera la necesidad imperiosa de traducir algo para bien de la humanidad, lo traduciría, sí; pondría una editorial para publicarlo y luego la desmontaría.

Algún vicio inconfesable sobre libros (subrayar, tirar a la basura, robar, gastarte lo que no tienes, esconder los libros que compras para que no te riñan en casa, hacer listas y hasta estadísticas con los libros que lees, leer hasta el ISBN y el colofón…)

A ver… Robar, nunca y menos un libro. A veces escondo, sí: después de la Feria del Libro Antiguo de primavera, que se solapa con la Feria del Libro de Madrid se me forman dos torres que es difícil acomodar y me riñen de todos modos. Con el gasto soy muy escrupulosa y muy organizadita. Tengo marcapáginas para todos. A veces, cuando releo o consulto algo, está en el libro el marcapáginas que usé la primera vez que lo leí. Y doblo las esquinas para saber dónde están los subrayados que me interesan. Subrayo con lápiz, nunca con bolígrafo, y sin regla. Y enmiendo la plana: “Qué maravilla”, “¡Qué frase!”, “Muero”, “¡Qué horror!”… Y si es una traducción entro en barrena. Los papelitos de colores que se pegan me espantan. No soporto que sobresalgan de los libros.

Define tu perfil de librero/a ideal: tímido/a, parlanchín/a, con un ordenador en la cabeza, sabelotodo, a la última, clásico/a…

Sabelotodo con un ordenador en la cabeza y a la última. Me encanta pedir un libro y que te diga en qué estante está, cuántas ediciones tiene y quién ha traducido cada una si es traducción. Y me encanta que lo cuenten como si nada. Pero no soporto al librero-cajero: ¿sabes cuando vas a pagar en el supermercado –tienen ahí mismo una caja llena de botes– y te dicen “Tenemos en oferta el betún color mostaza” y tú respondes… “Ah, gracias, pero no lo necesito”? Pues detesto que intenten colocarte el libro de moda, ese que sabes que es imposible que le guste a todo el mundo, como sin embargo parece y que estás casi seguro de que a ti no te va a gustar…

¿Qué tiene que tener una librería para que te apetezca volver a ella?

Espacio y tiempo, como la vida misma. Necesito poder estar allí. Mirar y remirar. Volver sobre mis pasos, encontrar los libros y los autores porque están organizados por temas y alfabéticamente. Me gustan las mesas de novedades, abarcar de un vistazo todo lo que hay y descubrir lo que me interesa. Encontrar libros inesperados, olvidados o que no sabías que existen. Lo de ahora para mí, como para tantos, es un horror. Pero me dan cierto morbo esas otras que quedan en barrios o en provincias donde venden novedades, obras de algún héroe local, el calendario zaragozano, bolígrafos y lápices, el libro de alguna locutora televisiva con consejos para adelgazar y muchas maravillas que están detrás del mostrador, detrás del tendero y donde el espacio para los clientes es reducido, así que te tienes que quedar ahí esperando la vez y mientras puedes mirarlo todo, hasta que te toca el turno y señalas con el dedo lo que quieres. “Ese de ahí”. Como cuando éramos pequeños en las tiendas de caramelos.

Recomiéndanos, por favor, un clásico (o varios), y un libro reciente.

Mira que me resulta difícil recomendar, porque me siento un poco como el librero-cajero del betún color mostaza, pero si hablamos de clásicos tengo que recomendar a Dickens. Yo creo que alguien que no ha leído David Copperfield, Oliver Twist o La pequeña Dorrit difícilmente puede llamarse lector. Si no lo han hecho, háganlo cuanto antes: uno cualquiera, pero mejor los tres. Soy muy fan de los novelones decimonónicos, de cualquier país: Thackeray, Fielding, las Brontë, George Eliot. Cumbres borrascosas y Jane Eyre hay que haberlos leído. Y Madame Bovary. En materia de orgullo patrio literario me declaro galdosiana y barojiana a tope. Y me fascina La Regenta. Pero el año pasado leí La forja de un rebelde y aún no he resucitado: Barea tendría que ser obligatorio en clase de Historia de España, no sólo de literatura. ¿Ves como esto no es una recomendación? Estoy mandando deberes, no tengo remedio… En fin. Libros recientes: recomiendo Ordesa de Manuel Vilas. Mucho. Lo disfruté enormemente. En literatura extranjera Los años, de Annie Ernaux, aunque no es reciente del todo (pero con el Premio Formentor se ha colocado en primera línea). Y de los últimos-últimos tiempos Todo arde, de Nuria Barrios.

[Y la pregunta número 10 de hoy la lanza la librera y traductora Raquel Vicedo, de Cervantes y Compañía (Madrid)]:

Se publica ahora en la editorial Páginas de Espuma un volumen que reúne por primera vez en español la narrativa breve del autor estadounidense Thomas Wolfe, un autor al que a menudo se ha tachado de excesivo y salvaje, incluso de torrencial. He leído en algún sitio que has consagrado catorce meses de tu vida a esta traducción e imagino, dada la complejidad del proyecto, que te habrá provocado más de un quebradero de cabeza. ¿Puedes contarnos cómo has vivido este proceso?

Qué te voy a contar a ti de quebraderos de cabeza en traducción… Alguno ha dado, ya lo creo. Esa característica de “torrencial” que mencionas ya te obliga a proceder de un modo muy concreto. Si todos los autores tienen alguna coletilla que repiten, alguna palabra predilecta… no es habitual que tengan tanto peso en el texto, más allá de la mera anécdota. Además, es muy raro que se pueda traducir una palabra del original siempre por la misma en la lengua de llegada, en el cien por cien de los casos en que aparece. Son ajustes lógicos, prácticos, que se hacen en aras del resultado final. Pero otras veces el autor utiliza a propósito una palabra concreta por un motivo personal e intransferible, y el traductor ha de hacer equilibrios (Henry James, por ejemplo, llega a afirmar “utilizo esta palabra con toda idea”). Con Wolfe acabé haciendo una tabla con el significado que daba a cada palabra, con prioridades. Un ejemplo sencillo: strong era “fuerte” en primera instancia, claro está, pero también “intenso” o “vigoroso”. Así logré mantener un rigor relativo a los matices y manejar, por así decirlo, la misma carta de colores que el autor. Otra peculiaridad, dado el carácter de prosa poética que empapa la mayoría de los relatos, era la importancia del ritmo, casi como si de un poema se tratara. Importaba la elección de una palabra aguda o esdrújula, de dos sílabas o de cinco, que rimara o que no, según dónde aparecía y qué otros sonidos la rodeaban. Y buscar adjetivos y sinónimos (también de verbos y sustantivos) sin fin. Esta fue la razón por la que no podía “salir” del texto. Si un día dejaba de traducir perdía el hilo, el pulso del relato. Ha sido una tarea tan placentera como exigente, la verdad, que al principio no lograba atrapar. Pero hubo un momento en que encajaron las piezas y lo cierto es que estoy muy feliz con el resultado.