Jonathan Franzen, la construcción de la realidad
Lo mejor de escribir un libro es “el significado que, provisionalmente, le da a mi existencia”, afirmó Jonathan Franzen en una entrevista de 2013 para The New York Times, lo cual es coherente con el tipo de libros que asegura preferir: “Me gusta la ficción de los escritores comprometidos en tratar de dar sentido a […]
Lo mejor de escribir un libro es “el significado que, provisionalmente, le da a mi existencia”, afirmó Jonathan Franzen en una entrevista de 2013 para The New York Times, lo cual es coherente con el tipo de libros que asegura preferir: “Me gusta la ficción de los escritores comprometidos en tratar de dar sentido a sus vidas y al mundo en el que se encuentran”.
Es algo más que aficionado a los pájaros (todo un acreditado birdwatcher, y las aves han tenido mucha importancia en sus novelas, especialmente en Libertad), considera que el lector no es un espectador sino un amigo, detesta el uso de la primera persona en las novelas y cree que, para escribirlas con talento, lo fundamental es no tener una conexión de internet en casa.
La vida de Jonathan Franzen, para muchos el mejor prosista norteamericano vivo, quedó atravesada por la muerte del otro: el suicidio de David Foster Wallace en 2008 consternó a la literatura universal pero a él, particularmente, le dejó contrariado durante años: “con él desapareció mi gran amigo y mi gran competidor. Es como si me hubiese dejado solo, sin contrincante en la pista de tenis”. Escribió sobre ello en Más afuera, que es, junto con El fin del fin de la tierra, el libro de Franzen más recomendable para aquellos que desconfíen de los novelones perfectos, porque es donde el autor de Chicago se muestra más desatado, más personal, más errático, más… ¿contemporáneo?
El librero Juan Miguel Salvador, de la Librería Diógenes (Alcalá de Henares, Madrid), nos cuenta que “Descubrí a Franzen con Libertad, y quedé atrapado por una escritura fluida, magnífica, que abordaba un conflicto intemporal: las contradicciones que experimentamos entre medios y fines, en este caso con la cuestión ecológica de por medio. Destaca su perspicacia psicológica, especialmente notoria en Las correcciones, la capacidad de profundizar en el alma de personajes complejos y en la naturaleza problemática de las relaciones familiares. Pureza se me cayó más de las manos, pero ésa es otra historia”.
Lo que hemos comprobado en estos días es que hay una enorme variedad en cuanto al “Franzen favorito” de cada cual, ninguno de sus títulos destaca de una forma clara entre las preferencias generales, cada cual decide y razona su “ranking” de títulos por detalles minúsculos, por un personaje, por un desenlace especialmente inspirado. Pero si existe ese debate tan apasionado entre los/as lectores/as sobre cuál es la obra maestra de Jonathan Franzen, tal vez eso quiera decir que es el autor de muchas. Como ha escrito Ryan Ruby, “si él es el novelista indispensable de Estados Unidos es una cuestión de opinión, pero en este mundo nadie está en desacuerdo con que desde la publicación de Las correcciones en 2001 ha sido la figura literaria ineludible de la nación ineludible del mundo”.
Esta semana se incorporan a esa apasionante obra en marcha las seiscientas páginas de Encrucijadas, su sexta novela, traducida para Salamandra por Eugenia Vázquez Nacarino (o en catalán, en la editorial Empúries, traducidas por Mireia Alegre). Se trata de la primera entrega de la trilogía titulada A Key to All Mithologies, y, aunque como ha advertido Dwight Garner en su reseña para The New York Times, “las buenas trilogías raramente se anuncian por anticipado”, el proyecto hace que muchos lectores nos frotemos las manos.
En él, Franzen, tan obsesionado con las “constelaciones familiares”, nos va a contar la historia de los Hildebrandt y, aunque varias veces el autor ha declarado su desapego hacia la “ficción histórica”, lo hace remontándose cincuenta años: la mitad de Encrucijadas se desarrolla el 23 de diciembre de 1971 y la otra mitad durante la primavera siguiente, con un epílogo que tiene lugar durante la Pascua de 1974. Lo que allí se nos revela es tan complejo y minucioso que ni siquiera podemos (ni queremos…) empezar a resumirlo, pero cualquier lector se alegrará de saber que, aunque no se aborde el presente estricto, estamos ante un puro Franzen: gentes moderadamente insatisfechas con sus vidas que anhelan otras cosas o recuerdan con tristeza leve su pasado, vericuetos de la religión (es decir, del sexo), extensas digresiones, secretos humildes para el mundo pero trascendentales para sus dueños, malabarismos sociales, pocas ganas de comunicarse, o poca habilidad, pero mucha necesidad de ello.
Es una de las paradojas de Franzen (y, en general, de eso que se llama “la gran literatura americana”): en novelas tan gruesas y frondosas, uno de los protagonistas más poderosos es el silencio, lo que se calla, lo oculto, lo sepultado… cuando no lo directamente inextricable, lo que no se puede decir porque no se puede saber. Si quieres ser realista hasta lo exhaustivo, has de inventar universos ocultos dentro de nuestro mundo. Para cantar la realidad, hay que echarle muchísima imaginación. En nuestros días, pocos lo hacen con el talento y el éxito de Jonathan Franzen.