“Aves extintas” de Simon Jimenez
La ciencia ficción es un género multiforme, puede adoptar formas muy diversas, moldearse como cristal fundido a los deseos del escritor que se acerque a sus fronteras, a veces difusas, otras veces muy definidas. Digo más: la ciencia ficción no es un género, sino una alteración de una serie de coordenadas científicas encajadas en un marco narrativo, un tapiz sobre el que disponer distintas cuestiones más o menos vigentes, un lienzo sobre el que verter las inquietudes que el autor necesite desarrollar: la desigualdad social, la contaminación ambiental, los límites de la inteligencia artificial, la geopolítica, la conquista del espacio… La ciencia ficción da lo mejor de sí cuando usa la especulación científica para diseccionar el mundo en una mesa de autopsias. Dicho de otro modo, cuando se pierde en futuros más o menos lejanos para hablarnos del presente inmediato.
Muchos ropajes, una misma fascinación: el ciberpunk, las distopías, el subgénero postapocalíptico, la ciencia ficción bélica…y la space opera. Este último cuenta con una larga tradición en el género que han cultivado desde Clarke hasta Asimov, desde Le Guin hasta Bujold, desde Banks hasta Hamilton. La atracción y el temor al infinito, los viajes interestelares, abarcando a veces generaciones enteras, la honda insignificancia de contemplar el resplandor de otras estrellas… Todo tiene cabida aquí.
Aves Extintas puede englobarse en este subgénero, un debut sorprendentemente maduro que no esconde su amor por Los tejedores de cabellos de Andreas Eschbach, o por la saga Hyperion de Dan Simmons. Y, creedme, esto para mí son palabras mayores.
Aves Extintas es una space opera, sí, pero una que, paradójicamente, y como también ocurría en la novela de Eschbach y en la de Simmons, pone el foco a ras de suelo, más preocupada en mostrarnos las profundas transformaciones que la diáspora estelar produce en los individuos, que en el embrujo propio del cosmos. También hay algo de esto en sus páginas, no nos engañemos; los viajes espaciales que doblegan las leyes relativistas y el concepto de bolsillo son una prueba más que suficiente de ello.
Pero, al igual que en Los tejedores de cabellos, Simon Jimenez está mucho más interesado en dotar a la novela de un profundo poso emocional y un afán antropológico. Buena parte de sus personajes viven en comunidades ancladas en un medievo extraño, agricultores que medran y prosperan sobre las landas de mundos colonizados, ajenos a los asombrosos avances tecnológicos que se desarrollan en el resto de planetas donde se ha asentado una nueva humanidad, pueblos analógicos que siguen usando el arado y ruedas de molino. De manera periódica reciben la visita de estos otros humanos: descienden en sus naves de tela y metal para recibir un tributo, un diezmo, casi como reyes, ángeles o dioses.
A lo largo de la novela también los conoceremos, a los otros, a los que viven a caballo entre planetas y titánicas estaciones espaciales. A los que han viajado hasta los confines y vuelto con visiones de estrellas muertas y lunas habitadas por perros. Los sigues en su eterno peregrinar y acabas formando parte, aunque sea bajo la forma de un fantasma voyeur, de la tripulación, de sus anhelos y de sus rencillas. A través de sus voces, la novela te habla del amor, el encontrado y el perdido, de la culpa y de la necesidad de encontrar un hogar, una familia. La empatía hacia todos ellos es inevitable.
Destila Aves Extintas una hermosa melancolía, su prosa es poética y contemplativa. El autor se detiene en los detalles más pequeños, los desmenuza pormenorizadamente, porque son importantes para sus personajes y quiere que lo sean para ti: una canción, un aroma, una cicatriz…Pero también introduce elipsis temporales que abarcan, en ocasiones, décadas, jugando con sabiduría con las diferentes perspectivas del paso del tiempo. Te hace partícipe así de la forma de entenderlo que tiene un puñado de individuos cuya vida, al menos parte de ella, se desarrolla fuera del continuo.
Y como ellos, la novela es atemporal, desde ya un clásico instantáneo dotado de una fuerza inusual, escrito por alguien que ha fermentado a los grandes clásicos del género para obtener un licor propio. Si ésta es la primera novela de Simon Jimenez, estoy ansioso por ver de lo que es capaz.
Y cualquier novela que tenga una flota de salvamento que se llama Kerrigan merece ser reverenciada.
Si pudiera, acabaría mis días recolectando la dhuba aromática y púrpura, volvería a casa con el color morado del trabajo bien hecho y el aroma a fruta que atrae, cada quince años, a los dioses, libres de la tiranía del tiempo, que descienden del mar oscuro que media entre las estrellas distantes.
Sergio García, Librería Dorian (Huelva)