“Caramelo culebra” de Sara Herrera Peralta
La “mujer errante y niña perdida” que Sara Herrera Peralta (Jerez de la Frontera, Cádiz, 1980) decía haber sido en el poema que daba título a su primer libro, La selva en que caí (2007), se ha convertido doce años y once libros después en alguien distinto. Como no podía ser de otro modo, por supuesto, pero a la vez de una forma que sólo muy a medias podía preverse en las primeras muestras de una obra ya fecunda. Para empezar, es decisivo aclarar que ella era errante, sí, pero no escribía poemas de viajes (algo francamente peligroso) sino poemas o incluso libros de estancias: no escribía sobre lugares de paso sino sobre espacios donde echaba raíces, zonas no esporádicas sino habitadas, vividas. Y para alguien cuya escritura está tan inevitablemente trenzada a su propia vida, lo cierto es que más que sobre sus lugares de residencia escribía sobre lo que de hecho implicaba estar allí: la distancia, la añoranza, el extrañamiento, la inseguridad. De allí han salido muchos poemas suyos, y algunos de los mejores.
La distancia, como suele suceder, la acercaba a su familia, por el atajo del echar de menos. Herrera Peralta es una de las poetas de su generación que con más tenacidad y cariño han escrito sobre sus ascendientes, en especial los abuelos, y eso sigue siendo así incluso en este nuevo libro, Caramelo culebra, en el que acaba anunciándose también la llegada de su primer hijo. Eso que los terapeutas llaman “constelaciones familiares” está teniendo una importancia nuclear en la poesía de la poeta andaluza, y si los ascendientes han sido tan protagonistas, cabe prever lo que sucederá con los descendientes, lo cual es, por otra parte, una suerte de estribillo generacional: quien escribe esta reseña nació también en 1980, y tiene la impresión de que nuestra quinta (y no hablo sólo de poetas) es la que más decididamente está llenando la literatura de niños, algo perfectamente natural, y que es raro que no haya sido tan explorado y dicho antes: si la poesía expresa el puro miedo y el puro amor, lo crucial y lo irreversible, la alegría y la sorpresa, entonces alguna vez tenía que pasar, alguna generación tenía que colocar a los hijos en el centro mismísimo de la palabra, teniéndolos como los tenemos en el centro mismo de nuestras vidas, elevándolos a símbolos definitivos de todo aquello que pueda llegar a importar algo. La maternidad o la paternidad son, desde luego, territorios que literalmente vamos a ocupar durante unos años, y por eso está bien que la última sección de Caramelo culebra se titule “Territorio”, y que el único poema epilogal que lo ocupa lleve el rótulo de “País”. Después de tantas vueltas por Europa, llega el arraigo en forma de pequeños cuerpos a los que querer y cuidar, y ha de ser extraño (probablemente más aún para una mujer, para una madre) que la lengua materna de los hijos no sea la que fue la tuya. El idioma de casa: siempre nos quedará ese país.
Haber vivido en París (ciudad en la que se centró su libro Documentum, en el que constataba que “Quien más finja / será más poderoso”, algo que permitiría también consideraciones metapoéticas que no vienen al caso…) implica también reflexionar sobre el nuevo terrorismo, las nuevas amenazas, la nueva pobreza, los ultrajes a los jóvenes. Hay que recordar que 1980 no fue el primer año de los 80, sino el último de los 70, y que no somos la vanguardia de la década sino los rezagadísimos de la anterior, algo que es sin duda una tontería en cuanto a la pueril manía de colocar a los autores de cada década en diferentes estanterías (o, peor, antologías), pero que sí parece tener, siquiera psicológicamente, determinadas consecuencias sociales, pues se produjo un salto. La inestabilidad que hemos conocido era, se mire por donde se mire, algo nuevo, y hará mal en olvidarlo quien quiera reflexionar sobre la “poesía social” de quienes la practican en estos años. En el caso de Herrera Peralta toda esa impotencia estalló en Shock, su libro más enfadado, pero el subtema social también ha ido yendo y viniendo por sus libros, rebotando de título en título, y aquí cristaliza en “Maiomuna”, deliberadamente prosaico pero eficaz.
Lo que nos gusta, en fin, de Caramelo culebra es que, siendo claramente un eslabón más en su obra, que comparte la ya inconfundible melodía de su autora, entre la delicadeza y la seriedad, entre la memoria y lo cotidiano, entre la insistencia en el “exilio” y la reivindicación de un presente luminoso…, es también otro sólido y claro paso adelante, una legítima defensa de sí misma, prescindiendo del exceso de citas que enrarecía otros libros y desentendiéndose de innecesarios prólogos ajenos, presentando un libro delgado pero denso, y un volumen bien medido y calculado que, sin embargo, acaba con la sensación de que el libro se sorprende y altera a sí mismo con la noticia del embarazo, suceso que lo desbarata felizmente todo, rompiendo la estructura prevista, la rutina deseada y celebrada pero con un punto siempre ambiguo de monotonía serena y conforme, aunque también atenta, expectante, a la espera de lo que pueda llegar. Y si un niño condiciona y trastorna y calienta y desquicia una vida, ¿por qué no va a hacerlo también con un poemario? En ese final todo cambia y desde luego se enaltece, culminando un libro estupendo, maduro, equilibrado y hermoso.