“Casas y tumbas” de Bernardo Atxaga
Declararse ya no lector de Bernardo Atxaga, sino un forofo atxaguista, supone algo más que manifestar el apego por la literatura de un escritor determinado: es desear empadronarse en un mundo realmente diferente, fantástico pero no mucho, comprometido y a la vez mágico, estimulante como pocos. La particularísima textura del universo literario de Atxaga es algo que se puede rastrear incluso en su poesía y en su literatura para niños, así como, desde luego, en sus conferencias, en sus apariciones públicas y en su intermitente obra periodística, que jamás deja de ser estrictamente literaria, incluso aunque hable de temas graves: el de Asteasu nunca deja de ser él mismo, y traslada esa actitud levemente lúdica, jamás arbitraria, a todo lo que firma. Incluso cuando se anunció que iba a publicar el diario de su estancia como profesor invitado en la Universidad de Reno supimos que eso no podía ser (sonaba tan inapropiado como si a Woody Allen le encargaran una versión de Drácula), y, en efecto, Días de Nevada puede quedar encuadrada en la “literatura del yo”, pero con todas las cautelas que exige la personalidad de su autor, soñadora y agamberrada, fabuladora y melancólica.
Bernardo Atxaga es pura ficción, desde su mismo nom de plume. Pocos escritores españoles de las últimas décadas han conseguido hacerse dueños de un territorio literario tan singular, tan personal, un espacio que se asume aunque jamás se termine de explorar, porque es infinito. Con ocasión del Premio Nacional de las Letras que le ha sido concedido tuvimos ocasión de repasar en otro lugar su trayectoria, desde la fundacional -en muchos sentidos- Obabakoak hasta la reciente reedición de su Lista de locos y otros alfabetos.
También termina ahora con un alfabeto (uno de los “géneros” predilectos de Atxaga) su nueva novela, Casas y tumbas, que se anuncia como la última (pero no, por supuesto, su último libro: el mundo Atxaga continúa, y siempre será, de un modo u otro, novelesco, por lo que decíamos arriba). Aunque en esta ocasión ha optado por apegarse un poco más a la realidad, a la Historia, a lo verosímil y compartido, en la literatura de Atxaga siempre hay magia, esa leve distorsión tan característica y tan imaginativa que sin excepciones embellece y enciende lo cotidiano. Ese “color” tan particular que Atxaga consigue inyectar siempre en sus narraciones es lo que explica que sean tan especiales y reconocibles, y que incluso cuando tocan temas duros dejen una sensación tan agradable y hospitalaria.
La novela de hoy está, como muchas de las suyas, hecha de varios relatos sólo aparentemente yuxtapuestos, pues en realidad vienen más bien solapados, sobrepuestos, aunque respetando la cronología “real” de los sucesos (y de hecho se insiste curiosamente en la exactitud de las fechas, se aclara todo el rato en qué día sucedió cada cosa digna de ser consignada). A través de algunos personajes que saltan de una “nouvelle” hasta otra, hasta completar las seis, se va articulando la novela, que lo es por mostrar un sentido unitario, por compartir el mismo impulso significativo, por su fuerza simbólica común. Por mucho que nos fascine la imaginación de Atxaga, es obvio que hay cosas que no se pueden contar si no se han vivido: aquí el autor habla de cosas que conoce, como el servicio militar, aún bajo la dictadura (y muy cerca, físicamente, de ella), o las agitaciones populares y laborales en el País Vasco. Pero aunque se haya “mudado” de Obaba a Ugarte, y por tanto se haya perdido algo de “niebla” literaria, más cerca de la crónica que del cuento, desde las primeras líneas de la primera historia sabemos que hemos llegado a casa, y no sólo porque reconocemos el paisaje, tan habitual en el autor, sino porque se nos mece con una melodía conocida, nueva pero antigua, a la que somos adictos.
[Puedes leerlo también en su versión original en euskera]