“El diablo de las provincias”, de Juan Cárdenas
Quienes hayan acompañado a Juan Cárdenas (Popayán -Colombia-, 1978) en su trayectoria narrativa desde los cuentos de Carreras delictivas (y cómo olvidar a aquel mono portugués drogadicto del primer relato…) saben que en absoluto es una hipérbole que en la solapa de su nuevo libro se hable de él como “uno de los jóvenes autores latinoamericanos con más proyección del momento”. Su primera novela, Zumbido (publicada, como Carreras delictivas, en la editorial 451, pero recién recuperada por Periférica) fue una explosión de locura y frescura, una narración frenética y lúcida que en buena medida avanzaba ya algunos temas y tonos de los libros posteriores: la religión más degradante, la confusión sin retorno de nuestro tiempo, la gestión de los espacios imprecisamente amenazados, la soledad pavorosa vivida con humor, América… En la última línea de aquella novela el protagonista echaba a correr, y esa carrera desembocó en Los estratos, una primera y precoz obra maestra, una narración inspirada y deslumbrante hasta un punto casi abrumador para el lector, con diálogos perfectos (probablemente Cárdenas sea uno de los escritores jóvenes con mejor oído para los diálogos callejeros, familiares, espontáneos…, y con mayor habilidad para reproducir y manejar conversaciones, virtud rarísima en la narrativa contemporánea), situaciones hipnóticas y segmentos narrativos estructuralmente condicionados por el efecto de las drogas sobre los personajes (algo de lo que la literatura actual ha abusado, lo cual es muy desaconsejable si no se tiene el talento suficiente). Y después llegó Ornamento, otra novela estimulante y a ratos arriesgada hasta casi el exceso que de nuevo jugaba con la identidad, a través de momentos con su punto lynchiano y recurriendo en todo momento a esa prosa brillante, desmesurada, insolente y provocadora de Cárdenas.
Pero es ahora cuando nuestro escritor se ha destapado con una novela definitivamente sublime, breve pero grandiosa, una novela simplemente importante, lograda cuando su autor no tiene todavía cuarenta años. Con una prosa ya no embrujada sino, directamente, una prosa bruja, voluptuosa pero a la vez contenida, vegetal y húmeda pero elegante, gamberra y magistral, voluptuosa y fértil, “real y maravillosa”, rebosante de una poesía antipoética estupenda…, Cárdenas ha construido una historia misteriosa y sugerente que está además atravesada por el humor, aunque esto último sería difícil de demostrar, puestos a ello. Es algo que simplemente se percibe, se sabe, se adivina, y no sólo porque el mundo de Cárdenas ha estado siempre cerca de la parodia, la caricatura y el carnaval, sino porque su estilo está teñido con una alegría literaria que se contagia, aunque se traten temas graves, duros o por momentos leamos páginas cercanas al género del terror, como si esa “ciudad enana” de la novela fuese una población colombiana hermanada con Twin Peaks.
“¿De qué trata la novela?” es una pregunta que tiene poco sentido al tratar la literatura de este autor, pues a los temas de fondo, a menudo resbaladizos, escurridizos, solapados hasta la opacidad…, se llega por el camino de unas tramas que son a menudo deliberadamente demenciales, caprichosas en cuanto al punto sobre el que se pone el énfasis, y por supuesto fragmentarias. Cárdenas confía en la inteligencia de sus lectores, y eso es algo que se agradece, sobre todo porque la novela es realmente inteligente, y no una de esas novelas supuestamente enigmáticas y geniales y calculadas pero obviamente huecas de las que presumen no pocos compañeros de generación. Si Cárdenas quiere hablar de la macroeconomía criminal sobre América Latina, o del modo en el que las sectas cristianas han monopolizado la energía de un desesperante (y desesperado) porcentaje de la población… lo hará sirviéndose de argumentos muy laterales y de un personaje principal, “el biólogo”, que por no tener no tiene ni nombre, un ser vacío y resignado que incluso en su propio pasado familiar tiene preguntas pendientes determinantes, asesinatos no resueltos, hogares invadidos por gente indeseada. Y entre todas las virtudes de la novela, conviene detenerse especialmente en el tratamiento de los espacios, la mirada sobre el paisaje, el regreso a la semilla personal y a la naturaleza común y a una patria que, aunque secuestrada, también está formada por cielos y nubes y paseos nocturnos por calles vacías junto a un “díler” enajenado, otra víctima. Y con todos esos mimbres, El diablo de las provincias es una metáfora perfecta, un artefacto literario impecable, divertido y terrible emparentado con nuestros sueños y nuestras pesadillas, con nuestros anhelos y nuestra frustración, con nuestro miedo primigenio y nuestra cautelosa e intimidada felicidad.
Juan Marqués, para ‘Las Librerías Recomiendan‘