"En islas extremas", de Amy Liptrot
“Si las palabras que escribimos nacieran del oxígeno…” ( Lidia Chukóvskaia: Inmersión. Un sendero en la nieve, Madrid, Errata Naturae, 2017, p. 60).
“No comprendía a los que deseaban vivir en el campo para estar en contacto con la naturaleza” (Amy Liptrot, En islas extremas).
Sed. Agua, pero no. Piedras secas. Recomponerse. Luchar hasta la extenuación. Deseo infinito de beber. De seguir. Extremos que nos delimitan. Islas. Viento, acantilados no de mármol sino piedra, erosión, agujeros inmensos. Volver a luchar. Levantarse. Construir con las propias manos. Todo esto son las memorias de Amy Liptrot y mucho más. Honestidad brutal, que cantaba otro drogodependiente.
Volcano libros es un retoño. Un tierno pimpollo dentro del magma editorial. Edición cuidada y una gran traducción de María Fernández Ruiz. Y no podemos sino saludar con entusiasmo que uno de sus primeros libros sea un aldabonazo. Un barco que se fractura ante las costas de las Orcadas. Resumiendo mucho: una joven de padres ingleses nace en las islas cuando sus progenitores se mudan allí. Huye, o eso cree, con apenas veinte años a la City, ese Londres metafísico donde, se supone, se hará famosa. Allí pasa diez años de trabajos precarios, pisos hediondos y noches y días largos bebiendo hasta perder el conocimiento. Hasta que algo se rompe y entra en AA. Allí decide volver a las islas y, desde ese lugar duro, recio, comienza la escritura sin edulcorantes. Recia como los habitantes y libre como los pájaros que habitan esas frágiles islas emergidas en un mar embravecido. Insisto. Sin concesiones. Es un ajuste de cuentas consigo misma, pero alejado de cualquier edulcorante o moral de libro de autoayuda. Amy Liptrot se desnuda y desmenuza sin miramientos. Con escalpelo o máquina de esquilar ovejas.
Londres. Trabajo precario, noches sin fin. “La bebida se apoderó de mí” (p. 49) Finalmente “bebía más de lo que comía” (p. 55). Pinceladas del testimonio de la autora impregnadas de salitre y que se queda tras la lectura:
“Perdí el control de mis emociones. Mis pensamientos y mi comportamiento eran turbulentos e incontenibles. […] Era esclava del dolor (…) Había cruzado el límite y no sabía cómo regresar. […] Estaba confusa y era incapaz de decidir dónde ir, a quién ver o qué opinar; llenaba ese vacío con alcohol y ansiedad. Y grité que estaba a la deriva, impotente ante aquella necesidad irracional, aquel deseo” (pp. 66-67)
Y, así, el inicio del tratamiento. Como dice la propia Liptrot, tuvo que enfrentarse a ese deseo por sí misma, que es la única manera. En uno de los párrafos más conmovedores del libro (y hay muchos) relata ese primer día en la clínica de desintoxicación:
“No fue lo remoto del sitio, ni los asientos raídos ni los fríos procedimientos burocráticos lo que me hizo llorar en aquella sala de espera de la clínica de adicciones: fue el olor. El mismo hedor agrio que se apoderaba de mis dormitorios londinenses, el tufo de una oveja enferma que hay que marcar con una equis roja para llevarla a sacrificar. No es como el olor a alcohol, es una fragancia nauseabunda que emana de los poros de la piel de una criatura cuyos órganos internos, hígado y riñones, se esfuerzan en procesar las tóxinas y eliminar el veneno a través de la piel, las uñas y los globos oculares” (p. 71).
Tras las semanas de rehabilitación surge la posibilidad, la idea, necesidad o impulso de volver a las Orcadas. Desde ese momento, Amy Liptrot remueve, escarba en su pasado y su futuro para ir contando esos momentos mágicos que le otorga ese lugar único en el mundo. Siempre rondando esa sed insaciable pero cada vez más fuerte, más implicada e imbricada con su cuerpo: “He regresado a estas rocas golpeadas por el viento, confiando en que mi imaginación y mi entorno me devuelvan la esperanza” (p. 145).
Es la lucha cotidiana por la supervivencia en un lugar extremo desde otro sentimiento extremo. Una lucha titánica narrada con belleza, nostalgia y de la que, finalmente, sale vencedora pero exhausta, triunfante pero frágil. Es decir, profundamente humana (“Quiero que las islas continúen manteniéndome fuerte y ayudándome a resistir”: p. 135).
Leer este libro es ver las dos caras que subyacen a la vida en el campo y en la ciudad. O cómo pueden desarrollarse. No es un elogio al retorno a la naturaleza, la autora no se ve sin internet y sus conexiones instantáneas. Su capacidad para conocer mejor lo que observa. Para profundizar en sus conocimientos. Tal vez sea la simbiosis que necesite el s.XXI. [El capítulo 19 especialmente]. Termino aquí. No quiero desmenuzar más. Solo acérquense a este libro como una ventana a los vientos del norte, al aullido del mar y el olor a salitre:
“He dejado de beber para hacer cosas, no para pasarme el tiempo hablando sobre dejar de beber. Desde entonces me paso las noches fuera en mi postura astronómica, cabeza atrás, boca abierta, medio mareada. En la gélida ladera de una colina Orphir, vi la estación Espacial Internacional cruzar el cielo a toda velocidad. En el corazón de las Orcadas me guarecí detrás de un menhir del Círculo de Brodgar y el cielo estrellado formó un baldaquino brillante sobre las colinas bajas y los oscuros lagos que me rodeaban” (p. 58)
Y un final estilo Blade Runner. Disfrutad el libro.
Katakrak Liburuak (Pamplona)