“Exilio Topanga” de Enrique Bunbury
Quien escribe esta reseña es un zaragozano nacido en 1980, de modo que no perderá mucho más tiempo en tratar de explicar hasta qué punto le tocó, por cuestiones generacionales, crecer con la música de Enrique Bunbury, y el peso que ésta tuvo en buena parte de su educación sentimental, e incluso en sus primeras intuiciones de lo que la poesía puede lograr. No es que fuera mi música favorita pero sí la que más nos importaba, la que demostraba que en nuestra ciudad pasaban o podían pasar cosas. La separación de los Héroes del Silencio en 1996 supuso mucho más que un disgusto para algunos de mis amigos: a los dieciséis años, lo vivieron con el mismo desgarro con el que se afronta la muerte de alguien muy cercano o, mejor, un cambio indeseado de ciudad.
Pasado el tiempo, mucho más estimulante que imaginar la vida de Enrique Bunbury en México, o en Los Ángeles, o en donde viva ahora (siempre fue muy hábil a la hora de ser escurridizo), es conjeturar cómo imagina Bunbury nuestra vida, la de quienes crecimos con él, la de “la gente de a pie” (expresión literalmente fantástica), y algo de eso hay en el libro que hoy recomendamos. Ha de ser raro, porque al menos hasta la publicación del LP Senderos de traición, que lo cambió todo en 1990, su vida era la nuestra, más o menos, no idéntica pero sí muy próxima, en todos los sentidos. En su excelente Toma de tierra (recomendado aquí), Bruno Galindo ha contado una visita a la habitación de un casi inédito Bunbury, que aún no se llamaba así, y, aunque Galindo es muy discreto y pudoroso con su amigo, también es revelador. Yo fui a dos o tres conciertos suyos pero nunca le conocí, y sin embargo siempre estuve seguro de que esa arrogancia que se le atribuye por sistema (o, mejor, por pereza, por no decir que por deporte) no era otra cosa que una manifestación de cierta vulnerabilidad, una coraza que protegía cierta fragilidad o, mejor, un disfraz (como su propio apellido, tomado de un personaje de Oscar Wilde) con el que disimilar o amortiguar una evidente hipersensibilidad. La actitud altiva como protección, como escudo preventivo: él sabría, supongo, que muchos no lo entenderían, que a muchos les caería mal, pero es algo que merece la pena si a cambio es más fácil que te dejen en paz.
Me sorprendió la noticia de que Bunbury iba a publicar un libro de poemas y, francamente, me temí lo peor. Ya hemos visto lo que los músicos (y los presentadores, y los políticos…) hacen al pasar del vinilo al poemario, y no me refiero a aquellos de quienes más o menos se podía esperar, sino a intentos mucho más autoexigentes y logrados, pero igualmente decepcionantes como los libros de músicos tan estimables como Xoel López o Abraham Boba. Otro músico-poeta zaragozano de talento rarísimo, Sergio Algora, no sólo decía con vehemencia que la escritura de letras y de poemas son cosas distintas, sino que, llegando mucho más lejos, afirmaba que no tenían absolutamente nada que ver, que eran mundos que se daban la espalda radicalmente, lenguajes incompatibles. Tras leer Exilio Topanga, me parece que Bunbury tendería a estar de acuerdo con esto último, pues son, para empezar, poemas relativamente narrativos, bastante prosaicos, lo cual lo aleja ya, casi por definición, de la naturaleza de las letras de sus canciones.
Es, también, un libro arriesgado, no sólo por principio (¿qué necesidad tenía Bunbury de “jugársela”, exponiéndose en una disciplina nueva, y tan difícil, cuando ya ha destacado universalmente en otra?…) sino por su propuesta: es un libro de desarraigo profundo, el testimonio de un apátrida en busca de un hogar acaso definitivo, y eso siempre va a ser difícil de expresar. Y de hecho él “escurre el bulto” un poco, y más que a contar su periplo se dedica a observar el desplome de lo que lo rodea, la gente con la que se cruza (con una actitud que tiene algo de Poeta en Nueva York: “La ciudad es un hormiguero, / energía echada a perder”…), digresiones generales, más o menos inteligibles, que sin embargo no despistan del corazón del libro, de su sentido, sino que lo apuntalan, lo enfocan, nos ayudan a entender que esa peripecia es inseparable del contexto, de lo que sucede cerca, de los cómplices y los antagonistas, del momento histórico, político y personal, del color local (y “local” remite aquí a lo californiano) e incluso de la propia tradición poética, aunque también hay cierto balance autobiográfico que, pudorosamente, no llega a alcanzar lo demasiado confidencial. Y hay hasta un humor totalmente insólito en Bunbury (no el humor en sí, sino este humor), que a veces afecta también a la cultura, como al afirmar sartreanamente que “¡el infierno son las obras!”.
Incurablemente barroco, con un exceso de cosas que decir, con una verborrea que no llega de ningún modo llega a la glosolalia de muchos poetas desaforados, Enrique Bunbury ofrece en Exilio Topanga un buen retrato de lo que tiene delante, con “excursiones” al pasado y a otras ciudades, con hondura analítica y con imaginación creativa, con agobio cultural acumulado y con experiencia personal, con introspección y con “examen de conciencia”, con una enorme batería de referencias culturales y sociológicas que van desde lo popular y hasta lo vulgar hasta la erudición (no muchas estrellas del rock ni de Hollywood se habrán preocupado tanto por investigar los orígenes del lugar que habitan, su orografía, su población original y la llegada de los “pioneros”…). Un nuevo debut del que sale perfectamente airoso y que, coherentemente, puede tener algo de renacimiento individual.
Juan Marqués, ‘Las Librerías Recomiendan‘