“Galgos”, de María Martínez Bautista
El jurado de libreras y libreros que la semana pasada premió este libro con el II Premio Javier Morote a la obra de un autor o autora joven lo hizo por considerarlo, según el acta, “un poemario que despliega toda una mirada sobre la rutina, pero hecha desde la introspección, no desde la mera contemplación. Toda la segunda parte, construida mediante preguntas, multiplica esa sensación indagadora, curiosa, exigente pero a la vez serena, no apremiante. Es un libro de una madurez sorprendente, y de una belleza discreta, no vistosa ni agresiva, deliberadamente apaciguada”.
La verdad es que no nos cuesta demasiado trabajo estar de acuerdo con nosotros mismos, pero, releyendo ahora estos estupendos Galgos, se nos ocurren más cosas que decir. Es uno de esos libros que nos gustan entre los de la estantería de poesía: pequeño pero lleno de riqueza, casi una miniatura editorial, pero suficiente en cuanto a su poder nutritivo. Son, si hemos contado bien, treinta y cuatro poemas, algunos brevísimos, y sin embargo es uno de los grandes libros de la poesía española reciente, y el mejor entre los debutantes, o casi debutantes.
Dividido en tres partes, y con un título general que queda a medio camino entre lo familiar y el extrañamiento, entre lo doméstico y lo salvaje, entre lo cotidiano y lo raro (o, mejor, que eleva lo cotidiano a la categoría de rarísimo), Galgos se deja abordar como un modesto monumento a la capacidad de observación, enriquecida por la sensibilidad. Los del título no son los únicos animales del libro, pero todos están en ese espacio indefinido entre lo muy próximo y lo definitivamente incomprensible: desde las “Vacas” del extraordinario primer poema hasta los “insectos antiguos” del penúltimo verso, nos encontramos por el libro con cerdos, caballos, gorriones, arañas… Demasiado cercanos como para ser metáforas; demasiado poderosos como para no serlo. El lector, desde luego, no los percibe como amenazas -ni siquiera “la jauría de perros que me busca”- sino como aliados en el rastreo de significados.
“En el principio, supe más del mundo, / como suelen saber los ignorantes”, leemos, y es cierto que en la primerísima juventud, y especialmente en la niñez, hay un contacto directo con una sabiduría anterior y universal que después, enseguida, no sólo se pierde sino que se olvida para siempre. Todas las niñas son sabias, todos los niños son genios, en medio del jardín de la inocencia, o dentro de la flor de la ignorancia. Lo que saben se olvida, pero queda en algún otro nivel de la personalidad, o de la conciencia, o de la mirada. Por eso Galgos es un libro, por lo menos, doblemente joven: por la juventud de la autora (nacida en Madrid en 1990) y por el tono de lo que descubre y nos revela. Y esa juventud atrapada aquí es lo que ya no se pierde, lo que ya se queda con nosotros, como las mascotas a las que quisimos y se fueron.