“Los montes antiguos” de Enrique Andrés Ruiz
No sabría decir si este libro es una novela o un ensayo o una memoria o un largo poema en prosa. Será un poco de todo, lo más seguro, pero no es eso de lo que nos apetece hablar. Lo que salta a la vista, desde muy al principio, es que está atravesado por una especie de seriedad, no sabría cómo decirlo, no me refiero a una falta de sentido del humor, que lo tiene (poco, pero lo tiene) sino a una total y contundente ausencia de frivolidad, que hace que las vidas difíciles de verdad de las gentes, mujeres y hombres, en su mayor parte sencillas, humildes, que aquí se cuentan despierten en nosotros un profundo respeto. Es esto, las vidas de estas gentes y la manera de contárnoslas, de escribirlas, lo que sostiene y lo que da sentido a Los montes antiguos.
El narrador, un trasunto del propio escritor, suponemos, recibe de parte de Ramón -amigo de su padre, hombre severo y sabio a su manera, y uno de los personajes centrales del relato-, en su mismo lecho de muerte, el encargo de contar la historia de aquel rincón de Soria: “Ponle voz a todo eso que se ha quedado mudo, reseco. Yo te doy las palabras; tú tienes que poner la voz”. Y con este ruego, que más bien parece instituir un destino, lo que construye Enrique Andrés Ruiz es una auténtica Historia Universal de Valonsadero, un monte cerca de Soria capital, y de las gentes que allí vivieron, padecieron y, como exige la naturaleza (o cuando se cruza, amarga, la historia), finalmente murieron. Y lo hace, además, con una escritura propia, atenta a cada rincón del paisaje, a cada silencio de sus habitantes, siempre delicada, siempre firme también, con un oído muy fino para el habla de la tierra, de la que parece nacer directamente, como un árbol, tan rica en expresiones y palabras ya perdidas, con un aliento poético sostenido (no en vano el autor tiene varios poemarios en Pre-Textos): “De las palabras queda un roce en el aire, la piel de la voz. Se pierde al escribirlas.”
Y son tantos los temas que aquí se tratan, fiel reflejo de una época más compleja de lo que pensamos (a menudo se abusa de simplificar el pasado, haciendo, de paso, un flaco favor al presente), que constituyen un mundo en sí mismo, un mundo que ya no existiría de no ser porque el autor asume con lealtad la tarea de transmitirlo, de invocarlo: las cosechas, los animales, las fincas (Las Cobatillas o La Ginastera, auténticos paraísos perdidos), el paso del tiempo, los exilios interiores, la memoria familiar, el viejo comercio, las fiestas, como la Saca por San Juan (los caballistas y sus “camisas blancas, pegadas al torso, henchidas de aire en los costados, como jarcias abombadas”), la Guerra Civil, el poder y la piedad, los atavismos y la locura, el olvido y la muerte siempre en primer plano, y la libertad, sí, una libertad distinta y antigua. Una libertad como la que demuestra Ramón, al final de su vida, acatando ese momento con una mezcla de aceptación, madurez y despojamiento, con estas palabras: “Mira, yo a mis años… me doy por terminado”. ¿O es que existe una libertad más seria y más emocionante que ésta?
Daniel Rosino, Librería Walden (Pamplona)