“Los planetas fantasma” de Rosa Berbel
“Pero toca aprender qué significa / saber que lo que eres / te nombra para siempre”, decía Rosa Berbel para rematar un poema de Las niñas siempre dicen la verdad, la abrumadora ópera prima con la que deslumbró en septiembre de 2018. Cuatro años después, no es que siga con una fijación por el lenguaje, sino que es consciente de que el lenguaje fija, él es el poderoso y el obsesivo, y Berbel lo convierte en tema predilecto de sus versos sin permitirle el privilegio del monopolio. Ella quiere pensar en voz alta, no aburrir.
El lenguaje es decisivo pero hay más cosas. Hay un mundo allá afuera, por ejemplo, una realidad aquí al lado, cuyas averías ya tenían protagonismo en el primer libro y que ahora se suavizan, la protesta que siempre estuvo estilizada se hace aún más sutil. Hay una sensación difuminada de cambio de perspectiva a través de la metáfora de la fiesta que se acaba: éste es un libro lleno de celebraciones, que se cantan o se cuentan con menos alegría que cautela, como si la traca final de la primera juventud confirmase algunas amenazas. No hay fiestas sin amistad, y este de las complicidades y los afectos es otro tema muy de nuestros poetas más jóvenes (dicho sea, por supuesto, en su honor), aunque está también el amor, expresado a veces de formas tan hermosas como elegantes: “La luz entra en tu casa y en la mía / por la misma ventana”. Aunque, para hacer que este párrafo sea circular, sucede que “Para hablar del amor, debimos inventar / otro lenguaje”.
Sólo una cita más: “Estaba el mundo a oscuras y nosotras / tuvimos que nombrarlo”… He ahí otro asunto que, desde su mismo título, estaba muy presente en el libro anterior, y que aquí se amortigua bastante, pero sólo para coger más fuerza: que ocupe menos versos no implica que tenga menos presencia. El “nosotras” de ese verso es el de las brujas, convertidas desde hace mucho en diosas protectoras del feminismo, símbolos de desobediencia radical, y que aquí adquieren además el consabido poder de poner nombre a las cosas, o alterar las etiquetas que tenían, confundir lo establecido, jugarse el tipo armando un poco de jaleo.
En general Los planetas fantasma es un libro más centrado que Las niñas siempre dicen la verdad, sin ser, desde luego, menos ambicioso, al contrario. Aquí hay menos “experimentos”, menos posibilidades (no hay, por ejemplo, tantos monólogos ajenos a Berbel, no da tan claramente la voz, en segunda persona, a ningún personaje que no sea el que construye consigo misma), hay una mirada más constante, con menos excursiones a otras miradas, pero es una mirada compleja, en evolución, en construcción, en el camino. La libertad a toda costa que esa voz insinúa pasa por asumir cierta improvisación vital, por comprender que todavía es, vitalmente hablando, el tiempo de las pruebas, aunque vayan anhelándose o incluso asumiéndose algunas anclas, algún compromiso, o se anhele alguna responsabilidad. Pero se hace sin ansiedad ninguna, aquí no hay urgencias ni vidas al límite. “No voy a fracasar en la paciencia”, se leía en el primer libro, y ese parece un principio que espanta la desesperación sin caer en la mansedumbre. Docilidad y talento suelen llevarse mal, y menuda bruja es ella…
Juan Marqués, ‘Las Librerías Recomiendan’