“Luz de febrero” de Elizabeth Strout

Luz de febrero

Luz de febrero

Strout, Elizabeth

ISBN

978-84-17761-41-7

Editorial

Duomo ediciones

Donde comprarlo

Aunque la notoriedad en el mercado español le llegó en 2016 con Me llamo Lucy Barton, el primer libro de Elizabeth Strout traducido al castellano fue Olive Kitteridge, en 2010, tras recibir el premio Pulitzer de ficción el año anterior. Una novela hecha de cuentos, Olive Kitteridge escarbaba en la vida de la propia Olive, una maestra cercana a la jubilación, pero también en la de los miembros de su familia y la de sus amigos y otros vecinos de Crosby, el pequeño pueblo de Maine en el que viven. La temperamental y desabrida Olive, esa de la que a veces piensas que se consuela con las (pequeñas y grandes) desgracias ajenas cuando siente que su propia vida no encaja, la que va a un funeral “esperando que, en presencia del dolor de otras personas, pudiera abrirse en su oscuro encierro una minúscula rendija de luz”. Sin embargo, hacia el final de esas historias, algunas piezas acababan encajando (ayuda, de alguna manera, reconocer el miedo, la soledad, la tristeza, la angustia, los errores, reconocerse en los de los demás) y un reencuentro casual la conducía a ese punto en el que le dices a alguien, como ella a Jack, que “descansaré donde quieras descansar tú”.

Bajo esta Luz de febrero (título elegido por el editor español para el Olive, again original), nos reencontramos con Olive, con su hijo Christopher y la familia de éste, con Jack y con viejos y nuevos vecinos de Crosby, otra vez con una novela hecha de historias, una narración vertebrada sobre Olive (una Olive más envejecida y con el mismo catálogo de emociones y sentimientos de la primera parte), pero llena de injertos procedentes del resto de personajes. En una entrevista a la autora, cuando le preguntaban cómo superaba “el bloqueo del escritor”. afirmó que simplemente no lo hacía: sencillamente seguía y seguía escribiendo, con independencia del contenido, de su calidad. Algo así le ocurre a sus personajes: siguen viviendo, con independencia de la rutina, de la monotonía, de la soledad, del miedo, de los cambios imperceptibles y los drásticos.

En esa misma entrevista, decía que Edward Hopper era su pintor favorito, él, que tantos veranos pasó en Maine, que tantos paisajes de su costa pintó. Edward Hopper escribió que su objetivo, al pintar, siempre había sido conseguir “la más exacta transcripción posible del impacto íntimo que en mí tiene la naturaleza”. Sin embargo, en el retrato de la soledad, la desesperanza y la tristeza que tanto se asocian con Hopper, no hay hiperrealismo sino un realismo selectivo. Lo mismo ocurre con estos relatos de Strout, que actúan como un juego de toboganes entre las vidas pequeñas que los componen: son un reflejo de la vida dentro de la vida, del “miedo a haber vivido sin saber cómo”, a “no entender en absoluto cómo le veían los demás” o, peor “no saber cómo verse a sí mismo”, y, sin embargo, esa mirada ajena (y esos momentos en que dejamos que otros tomen el mando) nos ayuda a entendernos mejor a nosotros mismos.

Antonio Rivero, Librería Canaima (Las Palmas de Gran Canaria)

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