"Mis libros. Ensayos sobre lectura y escritura" de Arthur Conan Doyle
Resulta que una vez cenaron juntos Oscar Wilde y Arthur Conan Doyle, y su conversación, entre un enjambre de editores y directores de revistas, debió de ser memorable. En algún momento alguien se preguntó cómo serían las guerras del futuro, y Wilde, con su legendaria rapidez (y con no poco acierto), afirmó que “Un químico de cada bando se acercará a la frontera con una botella”. Pero lo que sí sabíamos es que a Wilde le gustaba brillar solo, y es entonces cuando brilla sir Arthur, al explicarlo con elegancia y dureza indirecta: “Su comportamiento y sus opiniones eran exquisitos, pese a que el monologuista, por mucho que sea su ingenio, en el fondo nunca puede ser un caballero”.
“Está bien decir que alguien es inteligente, pero el lector quiere ejemplos de ello”, afirma Arthur Conan Doyle, y el lector encontrará en esta recopilación de ensayos, entrevistas, artículos y hasta cartas al director un verdadero banquete, tanto para los irremediablemente adictos a sir Arthur como para los recién llegados, tanto para los iniciados como para los candidatos a incorporarse a esta cofradía de la felicidad. Los primeros ya saben que el escocés nunca falla, que es una lectura gozosa segura; los segundos podrán comprobarlo mientras recorren estos textos dispersos en los que el escocés reflexiona sobre sus lecturas favoritas o, aún más interesante, repasa su propia trayectoria, todos traducidos por Jon Bilbao (de quien hace pocas semanas reseñamos su novela El silencio y los crujidos). Su admiración por Macaulay, sus agudas objeciones a Johnson y Boswell (“desde el mismísimo momento en que se conocieron, Johnson estaba destinado a ejercer un dominio absoluto sobre el otro, lo que hacía la crítica imparcial tan difícil como entre un padre y un hijo”), su incondicionalidad ante George Borrow o su afecto a contemporáneos suyos como Poe, Hawthorne, Kipling y Stevenson quedan maravillosamente explicados aquí, entre una buena batería de juicios generales estupendos y muy reveladores: “Me temo que para ser escritor hay que nacer escritor”, “Alguien estrecho de miras nunca hará nada bueno en el campo de la literatura”, “El exceso de alabanzas puede acabar con una persona, que dejará de esforzarse por hacerlo mejor”, “Ni la más fértil de las imaginaciones puede inventar nada más maravilloso y estremecedor que la verdadera Historia”…
No nos extraña que, como lector, afirme que “no hay casi nada que no me interese”, pero sí es más sorprendente descubrir también a un Doyle bibliofilo, apegado a los propios volúmenes, y eso sucede en “Más allá de la puerta mágica”, el texto más extenso de la recopilación, en el que Doyle nos franquea el paso a su biblioteca: “Leer se ha vuelto demasiado fácil hoy en día, con ediciones en papel barato y bibliotecas gratuitas. Lo que se consigue sin esfuerzo no se aprecia en todo su valor […] Un libro debería ser tuyo antes de poder saborearlo, y a menos que te haya costado trabajo hacerte con él, nunca disfrutarás del verdadero orgullo de poseerlo”.
Con serenidad (pero con la ambición nítidamente lesionada), Doyle explica con mayor claridad que nunca su aversión hacia su más célebre criatura: “Al final todo recibe el reconocimiento que se merece, pero creo que si nunca hubiera creado a Holmes, que emborronó otros trabajos superiores, mi posición literaria en la actualidad sería más alta”, opinión que en otro lugar desarrolló de un modo más razonado, aunque discutible al atribuir tan poca trascendencia a las maravillosas historias de su personaje: “Las buenas obras literarias son las que hacen que, tras haberlas leído, el lector sea alguien mejor. Pero nadie puede mejorar -en el sentido elevado al que me refiero- por leer a Sherlock Holmes, aunque puede haber disfrutado de una hora agradable al hacerlo. No era mi intención hacer una obra mayor, y ninguna historia de detectives podrá serlo nunca; todo lo relacionado con temas criminales no es más que una forma barata de despertar el interés del lector”.
Quienes podemos decir de Doyle lo mismo que él decía sobre los autores citados (y sobre Walter Scott, y sobre Samuel Pepys, y sobre Coleridge, y sobre…) hallamos en esta colección de ensayos una verdadera ventana abierta al estudio del autor, pero también a su psicología, a una intimidad que pocas veces dejó revelarse explícitamente. Es un libro realmente iluminador e importante, lleno de joyas, lleno de inteligencia, lleno de amor activo por la literatura, vista sobre todo desde el lado del escritor, un escritor que se esforzó por serlo y que, al cabo, está en el Parnaso como uno de los más grandes.
(Post data, puramente anecdótica y probablemente irrelevante, aunque yo creo que no: hacía muchos años que, leyendo absorto en el metro, no me pasaba de parada. Con este libro ha vuelto a sucederme.)