"Operación Dulce" de Ian McEwan
Cuando un escritor desarrolla una carrera literaria que poco a poco se va aproximando a una visión más positiva del mundo, aunque no pierda nada de su intensidad, para sus seguidores no resulta fácil acompañarlo en ese camino sin que ello les haga rechinar los dientes. Podríamos decir que eso les ha sucedido a aquellos seguidores del McEwan de la primera época, mucho más negra y despiadada. Pero si somos capaces de seguir disfrutando de la maravillosa escritura del autor británico y de sus entrincadas composiciones desde un punto de vista más optimista, más humano, entonces seremos capaces de disfrutar a rabiar con “Operación Dulce“, la última novela del autor de “Amsterdam” o “Chesil Beach“, editada, como todas las anteriores, por Anagrama.
Realmente la historia arranca con un planteamiento que podría hacernos dudar (al menos a aquellos que no amamos las novelas de espías) sobre si hemos elegido la novela adecuada, pero que página a página va mejorando: en el Londres de los años setenta, una joven estudiante, Serena Frome, lectora de una voracidad increíble y redactora amateur de reseñas literarias en pequeñas revistas estudiantiles, se enamora de un maduro profesor de literatura que cree en su talento. Este amor, breve pero intenso, acabará convirtiéndose en la puerta de entrada de Serena en el MI5, los servicios de inteligencia británicos, si bien como mera administrativa. Serena es tan hermosa y dulce que, a pesar de su inseguridad, será designada la agente encargada, en plena Guerra Fría, de llevar a cabo la “Operación Dulce”: deberá conseguir acercar a librepensadores y escritores rebeldes a las aguas más manejables de los valores occidentales.
Así conocerá a Tom Haley, un escritor con mucha proyección (¿el propio McEwan?), con quien vive una aventura romántica, pero también literaria, que convierte definitivamente la novela en una obra excepcional, cargada de mentiras, amor y de los relatos que nos sumergen por momentos en pequeñas historias (alguna de ellas magnífica por sí sola), en una suerte de juego metaliterario construido con maestría por su autor.
Una gran novela (otra) de McEwan, escrita con su peculiar aparente sencillez, pero con un enorme virtuosismo y sabiduría literaria que, en ocasiones, nos hace casi olvidarnos de la trama para disfrutar de la narración.