"Poesía reunida", de Wallace Stevens
Durante varios años hubo quienes, por decirlo suavemente, fuimos poco tolerantes con la llamada “poesía hermética”. Considerábamos que si una persona de inteligencia media y con una cierta experiencia lectora no entendía un poema, el problema no era de esa persona, sino del poema. La poesía, en fin, debía ser finalmente inteligible: tal vez era bueno que los versos no se entendieran completamente (nada peor que esos poemas “de usar y tirar” que, una vez que se han leído, ya se han leído para siempre, sin que, por planos u obvios, aporten nada nuevo en sucesivas lecturas), tal vez no era necesario entenderlos “a la primera”, tal vez no era preocupante que determinadas personas no los entendiesen en absoluto…, pero si un lector competente no entendía de una forma suficientemente satisfactoria un poema escrito en su lengua natal o bien traducido, estaríamos hablando de un poema fallido, un experimento fracasado, y no de un lector negligente o limitado o perezoso… Con el tiempo, y tras leer a ciertos poetas “difíciles” pero extraordinarios, fuimos suavizando esa convicción, aceptando que a veces no hace falta entender completamente un poema para comprenderlo o asumirlo plenamente, y comprobamos que hay poetas que, por pura coherencia, por honestidad literaria, se sirven de un universo muy particular, un lenguaje muy suyo y a veces intransferible, para expresar aquello que necesiten decir. La poesía, en fin, no tenía que ser informativa, sino meramente comunicativa, y bastaba con aportar al lector una “sensación” más que una “noticia” o, por supuesto, una anécdota banal.
Hay autores, en fin, a cuya puerta hay que llamar varias veces para conseguir entrar en su casa, en su mundo, en su “idioma”. Ahora Andreu Jaume ha recopilado y prologado para la editorial Lumen la Poesía reunida (que no completa) del estadounidense Wallace Stevens, y nos brindan así una ocasión extraordinaria para insistir en esa lectura y, con un poco de esfuerzo, franquear por fin el umbral de un poeta no exageradamente complicado pero, desde luego, no sencillo. Stevens a veces se decora en exceso, de vez en cuando se le va de las manos su afán juguetón o experimental (ese exceso de ironía o esa exhibición de inteligencia que tanto –y no siempre positivamente– ha influido en los poetas españoles nacidos en los años 70) pero en las muy frecuentes ocasiones en que acierta con la forma, el tono y, sobre todo, lo que dice (que ha de ser, al cabo, lo que más cuente) es realmente deslumbrante, destellante: “¿Fracasará nuestra sangre? ¿Llegará ésta a ser / sangre del paraíso? Y la tierra, ¿se asemejará / al paraíso que conoceremos? / El cielo estará entonces más próximo que ahora, / una parte de esfuerzo y otra más de dolor, / y, cercano, en la gloria, el amor perdurable, / no este azul que separa, indiferente”.
“La muerte es la madre de la belleza”, afirma Stevens en ese mismo poema, y allí ya late la naturaleza aforista del poeta, de la que este volumen también da buena cuenta, pues recoge en apendice los aforismos completos, dispersos por varios libros. En esas sentencias nos encontramos de nuevo a todos los Stevens posibles: el brillante, el provocador, el exacto, el filósofo, el poeta, el teórico, el profesoral, el vagamente confesional, el francamente equivocado incluso aunque entendamos su juego (“La vida es el reflejo de la literatura”) o el que en los apuntes metapoéticos da pistas cruciales sobre sus propios versos (“La poesía no es personal”…).
Stevens es mucho mejor en los poemas, como en las maravillosas “Trece maneras de mirar un mirlo” (ese poema en el que se revela algo tan impactante como que “A man and a woman / Are one. / A man and a woman and a blackbird / Are one”…) o “El hombre de la guitarra azul”, un poema realmente importante, una defensa de la diferencia que es acaso parcialmente discutible en lo que dice pero incontestable en su forma de decirlo, y con alguna sección sublime, como la XI, en la que “el hacedor de algo aún por hacer” afirma que “En las piedras la hiedra, lentamente, / se convierte en las piedras. Las mujeres // en ciudades, los niños en los campos / y oleadas de hombres se convierten en mar. // Es el acorde falsificador. / Revierte el mar después sobre los hombres, // los campos se apoderan de los niños…”. No se puede decir más… pero Stevens lo hizo.