"Un fin de semana" de Peter Cameron
Al final, el trabajo de los libreros consiste fundamentalmente en conseguir que los libros encuentren a los lectores adecuados, llevar cada libro a las manos o las estanterías que mejor lo van a aprovechar, casi como quien arma un puzle, y, en ese sentido, no se nos ocurre bien a qué tipo de lector podría no gustarle o convenirle una novela como ésta. Si te gustan las cosas bien escritas (y bien traducidas, Álvaro Marcos mediante), y te interesa la vida, y te intrigan las personas, y te preocupan la enfermedad y el duelo, y te ha importado el amor y te sobran sus sucedáneos… entonces Un fin de semana te proporcionará cuatro o cinco horas magnéticas, intensas, de enorme placer.
Peter Cameron conoce y controla bien los símbolos literarios universales, y sabe que basta alejarse unas pocas estaciones de tren desde Nueva York para estar metido de lleno en la naturaleza, donde la civilización se va paulatinamente disolviendo y surge poco a poco lo salvaje, ya no el bosque sino casi la selva, de tan afiladas –aunque sutiles– como pueden ser las amenazas en esta novela: las baldosas de la cortesía se enmohecen y se agrietan y todo amenaza derrumbe, otra forma de mirarse, una violencia que ya no está tan contenida, pero que tampoco, afortunadamente, llega a estallar. Cuando hacia la mitad de la novela uno de los personajes (precisamente la figura extraña, el visitante inesperado) se da un baño en el río y observa que “el agua, tan luminosa hacía unos momentos, se había tornado oscura”, el lector de cuentos (o poemas) tradicionales ya sabe que las cosas se van a complicar. Son metáforas de primer grado, como el detalle, tan paulausteriano, de que el personaje menos locuaz y más solitario de la novela se dedique a construir un muro.
De todos modos, sucede que cuando creíamos conocer más o menos a los personajes (que están maravillosamente perfilados) es cuando empiezan a comportarse de forma ligeramente inesperada, de un modo que, apenas familiarizados con ellos, podríamos considerar impropio de su carácter. Pero ese fenómeno es algo de lo que, oblicuamente, advierte la misma novela en cuanto los personajes se reúnen y se conocen: “Es extraño ver a alguien con quien hasta entonces sólo has estado a solas interactuando con otras personas, porque ese alguien conocido por ti desaparece y es reemplazado por otra persona diferente, más compleja”, o, después, alguien cree que “eso es lo interesante de conocer gente nueva: uno se ve a sí mismo de otro modo”.
Esa misma voz dice en algún momento que “no hay razón para seguir escribiendo novelas. Los problemas que las novelas resuelven mejor ya no existen”, pero, curiosamente, la misma novela en la que leemos esa opinión la desmiente. Cambian las cosas pero no el fondo, y hay conflictos eternos en los que la narrativa puede seguir indagando, como demuestra Un fin de semana de un modo elegante pero poderoso, con una serenidad que al final resulta impactante.