“Buena mar” de Antonio Lucas
El mar es un liante, como bien sabemos los lectores, que también acabamos engatusados por cualquier libro que huela mínimamente a ballena. La atracción del mar es explicable: la inmensidad, el vacío, la profundidad, el misterio, lo primordial, nuestro origen remoto, la ausencia de sentido o al revés, el sentido en estado puro, la desnudez del sentido, el sentido sin distracciones, sin obstáculos para la mirada… y todo eso vale también para el océano literario. Lo dice Antonio Lucas en esta, su primera novela, al hablar del “desasosiego de contemplar un horizonte donde los ojos no tropiezan con nada”.
“Todo lo que importa / se explica por sí mismo”, decía Lucas en unos versos de su último libro de poemas, Los desnudos, y también que “el mar o el amor no son palabras”. Quiso decir, supongo, que hay cosas que trascienden cualquier explicación o cualquier nombre que se les quiera dar: también suceden a veces dentro de nosotros cosas que no sabemos razonar, pero que tienen, adivinamos, una capacidad destructiva tremenda, una potencia terrible que puede llevarse todo por delante. No sabemos exactamente cuál fue el impulso qué sintió el autor cuando hace dos años, en junio de 2019, decidió embarcarse en un pesquero para cumplir su vieja fantasía de ver cómo se vive a bordo en medio de los temporales que agitan los caladeros de pescado en el Atlántico Norte. Cuando en su día nos lo comunicó a los amigos lo hizo con discreción, sólo por avisar de ese silencio de media distancia que llegaba: rescato ahora de las bodegas de mi ordenador aquel mensaje (“Estaré fuera las dos próximas semanas porque me enrolo en un arrastrero gallego para vivir la aventura del Gran Sol y hacer una serie de reportajes, quién sabe si un libro”…) y releo las crónicas que, en efecto, publicó en su día en El Mundo, y siento que el secreto sigue ahí, un tanto sumergido. Ha tenido que ser una novela lo que mejor ayude a comprenderlo (lo cual no quiere decir que demos por cierto o por exacto lo que allí se cuenta, como bien avisa Lucas en su nota final, sólo que constatamos una vez más que únicamente a través de la ficción se araña la verdad latente, la que al cabo más cuenta).
Mauro, el protagonista de Buena mar, ya sabe que el lío en el que se está metiendo no va a ser precisamente un paseo en góndola, sino más bien un tutuki splash de dos o tres semanas consecutivas, con mal cuerpo garantizado, mareo seguro y peligro cierto. Habrá algunos momentos de paz (“el mar parece recién inaugurado”) y habrá temporales (“Mirar el mar aviva la idea de lanzarse”), habrá contemplación (mecida por versos emboscados de Juan Ramón Jiménez, el 27 o José Hierro…) y habrá riesgo (“En el mar las prisas sólo valen para llegar antes al fondo”), hay ratos de calma (“es difícil describir la insoportable indiferencia del mar”) y ratos sublimes (“Sólo el océano está seguro de sí mismo”), y hay también algo casi explícitamente melvilliano en su comienzo: las primeras páginas, como en Moby Dick, son para las últimas horas antes de hacerse a la mar (“hacerse a la mar”: qué gran expresión), para los últimos paseos estables, para la última noche en tierra, y aunque aquí no hay extraños hombres tatuados como compañeros de cama, el protagonista sí se acuesta en compañía de preocupaciones, de agobios, de tristezas que no tienen que ver con lo que le espera en alta mar sino con lo que deja atrás en Madrid.
La novela es breve y, aunque no se llega a Gran Sol hasta la página 58, los acontecimientos van rápido, de modo que no diremos más, sólo celebrar lo que el poeta y periodista Antonio Lucas ha conseguido hacer con su peripecia real, cómo ha convertido en narrativa lo que podría haber quedado en testimonio. Ese libro soñado le ha salido muy bien. Llamadle Mauro.
Juan Marqués, ‘Las Librerías Recomiendan‘