Los libreros tenemos la suerte de percibir de primera mano las sensaciones de un lector al toparse con un libro que le atrae. Por ello, hay que reconocer el trabajo del equipo de Espasa para ofrecernos una novela que hipnotiza con sólo verla.
Cuando comenzamos la lectura de Morir no es lo que más duele, la autora Inés Plana nos sumerge en una trama acuciante, con un ritmo que fluye durante más de cuatrocientas páginas. Los personajes, muy actuales, muy marcados, con mucha personalidad…, podríamos ser nosotros mismos. Los paisajes y poblaciones de la zona noroeste de Madrid, salpicados de urbanizaciones impersonales –donde muchas veces no conocemos a nuestros vecinos–, ayudan a crear una bruma que enturbia nuestro cerebro. En ese momento nos adentramos en la ficción de Inés Plana. Hemos caído en el juego de la autora.
La presencia, cercanía y valores de la Guardia Civil se manifiestan abiertamente en la novela y esto marca la elección del teniente Tresser como investigador y de su joven compañero Coria. Destacaremos la documentación sobre los protocolos de actuación, muy exhaustiva. Nos ha encantado el lenguaje directo, vibrante, sin adornos, que atrapa. Los crímenes de género y los abusos de menores aparecen en la novela, aunque en ningún momento apreciamos la sensación de sordidez.
Los libreros barbastrenses nos sentimos orgullosos ya no sólo de acoger una novela de una autora de nuestra ciudad, sino de poderla recomendar a los lectores con la total convicción de acertar.
Y como lo bueno siempre resulta breve, Inés Plana nos deja con ganas de más, aunque estamos convencidos de que no tardará en sorprendernos con otras tramas tan ágiles como la de Morir no es lo que más duele. Que la disfruten.
Víctor Castillón y María Pilar Ezquerra, Librería Castillón (Barbastro, Huesca)
Hace pocas semanas, en un recorrido de ‘Los Libros Recomiendan’, nos sorprendíamos de la llamativa cantidad de novedades editoriales que, de uno u otro modo, tiene a Tánger como escenario, como decorado, como paisaje, a veces incluso como protagonista. Y entre aquellos siete libros destacábamos En la ciudad líquida. Derivas, interiores y exilios, el debut de la barcelonesa Marta Rebón. Éste es, sí, su primer libro, y sin embargo todos hemos leído a Rebón muchísimo más de lo que en un primer momento pudiéramos imaginar. Hemos leído, tal vez, miles de páginas suyas, si es que nuestros ojos han recorrido Una saga moscovita, de Vasili Akiónov; Vida y destino, de Vasili Grossman; El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; Las almas muertas, de Nikolái Gógol, o Gente, años, vida,de Iliá Ehrenburg, entre muchos otros (como el muy reciente Inmersión. Un sendero en la nieve, de Lidia Chukóvskaia). Ahora es ella, por fin, la que decididamente toma la palabra, sin ejercer de intermediaria de nadie que no sea ella misma, pero lo hace en buena medida para hablar de todos ellos (y de muchos otros) en un libro no sólo gozosamente errante sino deliberadamente errático en el que se unen la literatura y los desplazamientos, los kilómetros y los versos. El escritor Danilo Kiš (de quien también se habla aquí) advirtió en sus Consejos a un joven escritor que no hay que escribir libros sobre lugares en donde sólo hayamos estado esporádicamente, de paso. Marta Rebón no cae en ese error, pues todas las ciudades de las que habla fueron la suya durante algún tiempo prolongado, y tampoco incurre en esa otra torpeza, tan habitual, de presumir de viajera. Nos fascinan los libros de viajes, pero resulta irritante lo difícil que es que los escritores nómadas contemporáneos no acaben jactándose de algo tan poco glorioso como sentarse y dejarse desplazar. Lo que importa en los libros de viajes, lo que marca la diferencia, no es el desplazamiento mismo ni desde luego la mayor o menor distancia, ni el supuesto exotismo, sino la calidad de la mirada, y en ese sentido este libro es una lección, y eso que se dice en la contracubierta sobre “la voz elegante” de la autora es exacto. “Elegancia” es tal vez el mejor sustantivo para calificar esta prosa, que es también serena, incisiva, como de otro tiempo (algo que, por supuesto, apuntamos como elogio), y su forma de contarse a sí misma en lo que cuenta, de colarse en su propio texto, de introducir una subjetividad que a menudo se hace explícitamente memorialístca, diarística, testimonial… recuerdan bastante, para entendernos, a Philip Hoare, pero no tanto al de Leviatán o la ballena como al de El mar interior (y no sólo –ni siquiera principalmente– por el modo de introducir imágenes). Rebón consigue ser trascendente sin ponerse estupenda, y es muy hábil a la hora de encontrar citas magníficas, algunas de las cuales figuran como exergos al frente de los capítulos. Entre muchas otras destaca una de Tolstói que advierte que si eres capaz de no escribir, entonces es que no debes hacerlo. Desde aquí nos alegramos de que Marta Rebón, por fin, haya demostrado que es de las que no pueden no hacerlo, pero también celebramos que no haya tenido prisa, que se haya tomado el tiempo suficiente para hacerlo tan bien, y en un libro que, además de venir presentado en una edición realmente cuidada, ofrece también una amplia colección de buenas fotografías.
“En el sofá de ante marrón había una oscura mancha marrón que casi se desvanecía si pasaba la palma de la mano por encima. Entonces podía entornar los ojos y olvidar que estaba allí, pero luego pasaba la mano hacia el otro lado y volvía a salir, más oscura de lo que recordaba, como si yo la hubiese alimentado”, y entonces Isadore empieza a contarnos cómo a sus apenas catorce años ve la vida y lo que se le va viniendo encima, adobando cada suceso estrambótico y anodino con su sabiduría ancestral adolescente, su inteligencia y su sentido del humor de carne. Tiene tres hermanas y dos hermanos y él ocupa la sexta posición, el padre no está e Isadore intenta irse de casa todo el tiempo, porque si eres adolescente y vives en una casa no sé a qué esperas para escaparte de una vez por todas, nos dice. Es un deseo que se siente al margen –porque no tiene nada que ver– de que tu familia te quiera, se haya construido el ambiente idóneo en el hogar para ti y la relación con tu madre, tus hermanos y tus hermanas tenga la camaradería y la verdad ajustadas a derecho. Así es la casa de esta historia, un maravilloso lugar imperfecto, un trampolín.
Encabezamos esta breve nota con el primer párrafo de esta primera novela de Camille Bordas porque enseña mucho de lo que luego leeremos. La mirada del protagonista sobre lo cotidiano, esa manera de tomarse las cosas, ese tono. Llegará un momento en que te seduzca de tal manera la forma de vivir de Isadore, creemos, que cada vez que aparezca un nuevo tema te frotarás las manos, preparándote para disfrutar de su manera de pasar por ellos. Su diálogo con la cultura, la alta y la popular, con las personas y sus maneras; la agudeza, la risa, la socarronería, el sarcasmo, el amor, el cuidado. Todo esto se contiene desde la primeras páginas en esta novela y lo más sorprendente es que esta propuesta se sostiene hasta el final. No es fácil ser brillante una vez como de soslayo, pero más aún serlo todo el tiempo como sin darte cuenta.
Traducida por Carlos Jiménez Rivas, Cómo comportarse en la multitud no es sólo la novela donde un adolescente cuenta lo que le pasa en primera persona. Es la puesta negro sobre blanco de una mirada inusitada, dotada de una coherencia brutal, sobre el mundo adulto y sobre el mundo adolescente. Un viaje por unos pocos meses en la vida de un chico en ese momento en que te visita por primera vez y se queda un rato a hablar la muerte, el suicidio, el amor, el sexo, el amor y el sexo, la cultura, la televisión, la familia, la fraternidad. Precisamente esos meses en que tu vida es un embudo, como cuenta Bordas, y estás arriba del todo pero sabes que a partir de ese momento no vas a hacer otra cosa que caer y caer cada vez más estrechamente. Sí, esta novela acompaña. La recomendamos. Es una historia maravillosa y un manual desenfadado y certero sobre cómo se puede vivir, sobre cómo comportarse en la multitud.
Desde hace algunos años el ambiente literario se está “marchamalizando” muy perceptiblemente, y es ésa una noticia formidable, porque todos los que conocemos y leemos a Jesús Marchamalo sabemos que tras ese cariñoso verbo que lanzamos se agazapa una celebración: la celebración de la pura simpatía, de la alegría, de eso que (signifique lo que signifique) llaman “buen rollo”. El amor a la gran cultura no está reñido en absoluto con el amor por los detalles y, así, la pasión por la literatura se ve complementada de una forma casi inextricable por el amor a los libros, esto es, no sólo al contenido sino al continente. Hablamos del amor por los detalles, las viñetas, los ex-libris, las ilustraciones, las dedicatorias y hasta las erratas: todo delata un fervor que, al cabo, pone en evidencia a su vez un simple y limpio amor a la vida y a todo lo que vive (y que los libros son seres vivos es algo que no sabrá discutir nadie que visite esta página…). Hace unos años Marchamalo ofreció en Tocar los libros (bajo un título tan expresivo, por explícitamente físico) todo un compendio de su forma de leer y disfrutar, y desde hace cinco años, aparte de sus libros sobre las bibliotecas domésticas de escritores muy conocidos, viene felicitando las Navidades con unos preciosos libritos monográficos sobre escritores centrales de la literatura universal, publicados por Nórdica Libros e invariablemente ilustrados con grabados estupendos del pintor oscense Antonio Santos. La cosa empezó cerca de casa, con un Retrato de Baroja con abrigo, y después continuó con mínimas pero mimadísimas biografías de Franz Kafka, Fernando Pessoa y Karen Blixen, todos ellos reunidos ahora en el estuche Esperando a Virginia. En todos ellos hay, claro, algo divulgativo, pero nunca banal, y funcionan como recordatorios de otras biografías mayores y, sobre todo, como invitación a releerlos, aunque lo cierto es que siempre aportan algún dato inédito o insólito, algún detalle inolvidable, alguna anécdota enormemente significativa, algunas claves. Ahora (y junto a otras novedades editoriales importantes, como el primer volumen de sus diarios o su correspondencia con Lytton Strachey), le ha tocado a Virginia Woolf ser la merecedora de esas atenciones, de esa habilidad de Marchamalo a la hora de encontrar y enfocar los momentos más relevantes de una vida y una obra, o de esa adjetivación magistral del autor (“belleza intimidante”, “amores poliédricos”, locura “tiránica”, jaqueca “imperativa”…). El libro se lee en quince minutos, pero se queda mucho tiempo dando vueltas en el pensamiento, entre otras cosas porque la vida de Woolf rebosa de cosas que contar en un librito como éste, que es pequeño pero suficiente como síntesis, como resumen maravillosamente escrito y dibujado (y entre los grabados de Santos yo siento debilidad por el del colofón, delicado y poético como pocos). Ojalá dure muchos, muchos años esta tradición navideña de Nórdica, pues al final todos los volúmenes formarían una curiosa y amable historia de la literatura, o por lo menos de los escritores, una foto de familia que será todo un canto al trabajo bien hecho, a las vidas consagradas a la creación, a esos libros que mejor nos acompañan.
Este invierno de Elvira Valgañón no nos habla sólo de un invierno, sino de muchos inviernos. Una historia compuesta de pequeñas historias dentro del mismo paisaje rural, un pueblo de la sierra, que transita por todas las estaciones del año, donde los veranos son cortos y muy calurosos y los inviernos largos y gélidos. Una historia que empieza atrás, muy lejos en el tiempo, y avanza en secuencias diferentes, saltando los años y la vida de sus gentes. Una narración a la vez medida y torrencial que se detiene en la anécdota, en el detalle, en las personas con nombre propio, sus vivencias y recuerdos; en los rostros nuevos, en los que se fueron, y algunos que regresaron; en el bar de pueblo, en la vieja escuela y el maestro, y el nuevo maestro…en la tormenta y en la hierba seca, en la sombra del manzano y el frío y el calor y el hambre y la guerra; en el día a día. Y el impávido testigo del paso del tiempo: el asustacuervos, que abre y cierra esta historia de historias y que mide el tiempo desde su inmovilidad, soportando veranos e inviernos, calores, lluvias, heladas y nieves. El asustacuervos, que también observa y oye, aunque no entienda, y tiene memoria: “El hombre que le puso su primera chaqueta ya no viene a la huerta y eso debe ser el tiempo”. Una voz impregnada del sentir y del ser rural con la sencillez de lo cotidiano. Una voz emotiva, resuelta y madura. Una novela que consigue envolver al lector en el ambiente que la autora construye sabiamente, con la palabra precisa, el tono adecuado y la fluidez de quien se maneja con desenvoltura y solvencia en el escenario narrativo elegido. Olivia Lahoya, Librería Estudio (Miranda de Ebro)
He aquí, amigos, un libro amable como muy pocos que hayamos leído últimamente, uno de esos libros reveladores como quien no quiere la cosa, significativos en su pequeñez, expresivos como sin proponérselo… No se trata de una novela, sino de un álbum familiar, un conjunto de breves retratos de ascendientes del autor, seres próximos y queridos que de repente se hacen literatura, aunque sea una literatura sin ficción, casi sin narrativa, aunque sí pueda haber ensoñación, estetización… magia. Tampoco es exactamente un libro memorialístico porque el autor sólo aparece oblicuamente, como compañía, como presencia, como “consecuencia” de esas historias, anécdotas o rumores que nos cuenta, pero en ese sentido encierra también una lección de literatura, es decir, una lección de vida: ¿por qué nos va a importar más lo que nos cuenten escritores principales sobre sus anónimos familiares que los de Anelio Rodríguez Concepción, un escritor modesto pero con tablas, con veteranía… No sólo los grandes autores tienen derecho a hablar sobre temas periféricos de su propia vida: si alguien cuenta sus cosas con verdad y buen estilo, con gracia y con sencillez… eso que cuenta acaba interesando, llegando, sirviendo. El libro va encabezado por una larga y sentida dedicatoria a la madre, para la cual, dice Rodríguez Concepción, se ha escrito el libro, y en efecto es una especie de álbum de retratos (literalmente, pues cada capitulito va precedido de una fotografía de quien o quienes se van a ver comentados allí: de ahí lo de “ilustrada” del título) que en principio tienen un interés muy privado, particular, pero que, al estar escritos como están escritos, suponen toda una inmersión en cierta intrahistoria canaria, y la suerte de esas personas anónimas acaba importándonos a todos. Está muy bien escrito, en un estilo modesto pero eficaz, en voz muy baja. Hay momentos divertidos y pasajes dolorosos, gentes con suerte y personas destrozadas por distintos peligros, mujeres luminosas (tocadas por “el más elevado grado de la inteligencia humana: el que se manifiesta con la bondad”) y hombres a los que apagaron a fuerza de violencia. Y todo ello va formando un retablo precioso, delicado, frágil, lleno de sensibilidad, sabio. Un libro que puede convertirse en una joya secreta, de esas que sólo encuentran quienes en verdad se las merecen.
“Si las palabras que escribimos nacieran del oxígeno…” ( Lidia Chukóvskaia: Inmersión. Un sendero en la nieve, Madrid, Errata Naturae, 2017, p. 60).
“No comprendía a los que deseaban vivir en el campo para estar en contacto con la naturaleza” (Amy Liptrot, En islas extremas).
Sed. Agua, pero no. Piedras secas. Recomponerse. Luchar hasta la extenuación. Deseo infinito de beber. De seguir. Extremos que nos delimitan. Islas. Viento, acantilados no de mármol sino piedra, erosión, agujeros inmensos. Volver a luchar. Levantarse. Construir con las propias manos. Todo esto son las memorias de Amy Liptrot y mucho más. Honestidad brutal, que cantaba otro drogodependiente.
Volcano libros es un retoño. Un tierno pimpollo dentro del magma editorial. Edición cuidada y una gran traducción de María Fernández Ruiz. Y no podemos sino saludar con entusiasmo que uno de sus primeros libros sea un aldabonazo. Un barco que se fractura ante las costas de las Orcadas. Resumiendo mucho: una joven de padres ingleses nace en las islas cuando sus progenitores se mudan allí. Huye, o eso cree, con apenas veinte años a la City, ese Londres metafísico donde, se supone, se hará famosa. Allí pasa diez años de trabajos precarios, pisos hediondos y noches y días largos bebiendo hasta perder el conocimiento. Hasta que algo se rompe y entra en AA. Allí decide volver a las islas y, desde ese lugar duro, recio, comienza la escritura sin edulcorantes. Recia como los habitantes y libre como los pájaros que habitan esas frágiles islas emergidas en un mar embravecido. Insisto. Sin concesiones. Es un ajuste de cuentas consigo misma, pero alejado de cualquier edulcorante o moral de libro de autoayuda. Amy Liptrot se desnuda y desmenuza sin miramientos. Con escalpelo o máquina de esquilar ovejas. Londres. Trabajo precario, noches sin fin. “La bebida se apoderó de mí” (p. 49) Finalmente “bebía más de lo que comía” (p. 55). Pinceladas del testimonio de la autora impregnadas de salitre y que se queda tras la lectura: “Perdí el control de mis emociones. Mis pensamientos y mi comportamiento eran turbulentos e incontenibles. […] Era esclava del dolor (…) Había cruzado el límite y no sabía cómo regresar. […] Estaba confusa y era incapaz de decidir dónde ir, a quién ver o qué opinar; llenaba ese vacío con alcohol y ansiedad. Y grité que estaba a la deriva, impotente ante aquella necesidad irracional, aquel deseo” (pp. 66-67) Y, así, el inicio del tratamiento. Como dice la propia Liptrot, tuvo que enfrentarse a ese deseo por sí misma, que es la única manera. En uno de los párrafos más conmovedores del libro (y hay muchos) relata ese primer día en la clínica de desintoxicación: “No fue lo remoto del sitio, ni los asientos raídos ni los fríos procedimientos burocráticos lo que me hizo llorar en aquella sala de espera de la clínica de adicciones: fue el olor. El mismo hedor agrio que se apoderaba de mis dormitorios londinenses, el tufo de una oveja enferma que hay que marcar con una equis roja para llevarla a sacrificar. No es como el olor a alcohol, es una fragancia nauseabunda que emana de los poros de la piel de una criatura cuyos órganos internos, hígado y riñones, se esfuerzan en procesar las tóxinas y eliminar el veneno a través de la piel, las uñas y los globos oculares” (p. 71). Tras las semanas de rehabilitación surge la posibilidad, la idea, necesidad o impulso de volver a las Orcadas. Desde ese momento, Amy Liptrot remueve, escarba en su pasado y su futuro para ir contando esos momentos mágicos que le otorga ese lugar único en el mundo. Siempre rondando esa sed insaciable pero cada vez más fuerte, más implicada e imbricada con su cuerpo: “He regresado a estas rocas golpeadas por el viento, confiando en que mi imaginación y mi entorno me devuelvan la esperanza” (p. 145). Es la lucha cotidiana por la supervivencia en un lugar extremo desde otro sentimiento extremo. Una lucha titánica narrada con belleza, nostalgia y de la que, finalmente, sale vencedora pero exhausta, triunfante pero frágil. Es decir, profundamente humana (“Quiero que las islas continúen manteniéndome fuerte y ayudándome a resistir”: p. 135). Leer este libro es ver las dos caras que subyacen a la vida en el campo y en la ciudad. O cómo pueden desarrollarse. No es un elogio al retorno a la naturaleza, la autora no se ve sin internet y sus conexiones instantáneas. Su capacidad para conocer mejor lo que observa. Para profundizar en sus conocimientos. Tal vez sea la simbiosis que necesite el s.XXI. [El capítulo 19 especialmente]. Termino aquí. No quiero desmenuzar más. Solo acérquense a este libro como una ventana a los vientos del norte, al aullido del mar y el olor a salitre: “He dejado de beber para hacer cosas, no para pasarme el tiempo hablando sobre dejar de beber. Desde entonces me paso las noches fuera en mi postura astronómica, cabeza atrás, boca abierta, medio mareada. En la gélida ladera de una colina Orphir, vi la estación Espacial Internacional cruzar el cielo a toda velocidad. En el corazón de las Orcadas me guarecí detrás de un menhir del Círculo de Brodgar y el cielo estrellado formó un baldaquino brillante sobre las colinas bajas y los oscuros lagos que me rodeaban” (p. 58) Y un final estilo Blade Runner. Disfrutad el libro. Katakrak Liburuak (Pamplona)
Alguien podría pensar que el hecho de que una editorial tan importante como Seix Barral haya decidido editar una amplia antología de un poeta como Izet Sarajlić (1930-2002) desmiente, en cierto sentido, buena parte de lo que Sarajlić temía y afirmaba sobre el futuro de la cultura, pero yo creo que es al contrario, pues el bosnio fue siempre un hombre esperanzado, casi optimista, a veces hasta candoroso, en el mejor sentido de la palabra (no ingenuo, sino inocente): “A pesar de las críticas que recibe cada día, especialmente por parte de quienes tienen más éxito, la vida se ha vuelto incomparablemente mejor y más brillante”. Hace unos años nos impactó la antología Una calle para mi nombre, a la que después siguió un libro más monográfico sobre Sarajevo. En esos libros, especialmente en el primero, se leían poemas de una sencillez absoluta y de una eficacia refulgente, desnudos pero perfectos, sin ninguna decoración pero impactantes, crudos y hermosos, doloridos pero con fe. Sus poemas parecen fáciles, pero desde aquí desafiamos a cualquiera a que intente imitarlos con éxito: es imposible. Sus poemas finales o algunas reflexiones metapoéticas eran de una fuerza insuperable, y en ello contaba su deliberadísima economía de recursos, o el valerse de estructuras poéticas bastante desacreditadas por fáciles (como la anáfora), pero que él reinventaba y enaltecía. Uno de sus poemas de viudez nos ofrece un ejemplo impresionante de ello:
Todas vuelven de algún lugar. Zelja de Regensburg. Sanja de Trieste. Asja de Mallorca. Daniela de Túnez. Nieves de Roma. Mirka de Budapest. Sandra Lucic de Tucêpi. Nusa Kajetan del mercado. Zaga del hospital. Lucy de clase. Todas vuelven de algún lugar. Sólo tú no vuelves.
Es injusto que Sarajlić haya pasado a ser algo así como “el poeta de la guerra”, el que con más hondura y desgarro abordó ese tema, o que el título de esta nueva antología sea el que es, porque se trata de un poeta que debería haber podido contar y cantar otras cosas, y en cierto sentido lo hizo. Su poética nuclear, al cabo, es la de muchos otros poetas que tuvieron que vivir situaciones literalmente insoportables: el mundo es un estercolero, y en él suceden cosas verdaderamente inhumanas, insufribles…, pero es precisamente por eso por lo que hay que celebrar y agradecer la vida, disfrutar lo que tenemos, cuidar nuestra parcela de tiempo y espacio, mimar lo nuestro… En su prólogo, el escritor Erri De Luca afirma que “en un poeta busco, exijo, que su vida esté a la altura de sus páginas. De un escritor en prosa me trae al fresco si es un canalla o un santo”: esa postura es discutible pero también bonita, porque da cuenta de una buena forma de leer poemas, confiando, simplemente, en la sinceridad, en la autenticidad o, mejor, en la pura verdad de lo que se escribe y se lee en los versos: la poesía no puede ser mentira, y si lo es cualquier buen lector lo detecta a los pocos segundos. En ese sentido la de Sarajlić es deslumbrante, por transparente, pero también por genuina.