Quien escribe esta reseña es alguien a quien nunca le gustaron los libros perturbadores, y sin embargo ha quedado fascinado ante República luminosa, probablemente el libro más desasosegante de Andrés Barba, que es una novela literalmente alucinante, maravillosa en los dos sentidos de la palabra, aunque esto último hay que decirlo con mucha cautela, pues aunque evidentemente se trata de una pesadilla basada en una fantasía, lo peor es que no queda claro que lo que se cuenta aquí sea completamente inverosímil. Cuando en ‘Los Libreros Recomiendan’ nos hicimos eco de la concesión a Barba del último Premio Herralde, ya avisamos, teniendo en cuenta el acta del jurado, de que el madrileño volvía a sus andadas de la indagación psicológica, del terror cotidiano, de la búsqueda de monstruos no en la imaginación mágica sino en lo doméstico, en lo interior, en lo cercano. Y lo que ha hecho es, efectivamente, regresar al tema de la infancia, uno de sus asuntos recurrentes, pero con más talento, más hondura y más valentía que nunca. Estupendamente escrita en todo momento, República luminosa se presenta como crónica de un suceso ocurrido veinte años atrás en la ciudad tropical de San Cristóbal, y está contada por una de las personas que más implicadas estuvieron en el desarrollo y la resolución de la insólita crisis. Treinta y dos niños de aquella población (algunos huidos de sus casas, otros de origen desconocido –nacidos de la misma selva, según llegó a decir algún sensacionalista–) comenzaron a reunirse, organizarse (pero sin liderazgos visibles) y cometer en grupo primero pequeños robos, después actos de vandalismo gratuito –pero inexplicables por extremos–, y después verdaderos crímenes, hasta llegar al asesinato. La alarma social creciente, la indignación popular o el afán de perseguirlos y castigarlos comienza a adquirir diferentes formas y diversos grados, al tiempo que entre los niños acomodados del lugar comienzan a percibirse comportamientos anormales y preocupantes… Y no diremos más, sólo que el modo en el que Andrés Barba consigue contar las cosas, gestionando los ritmos, las sorpresas y, en fin, el horror, es, aparte de estremecedor, admirable. Es una novela realmente hipnótica y adictiva que se muestra además magistral en determinadas reflexiones paralelas, y apasionante en determinada perspectiva de la niñez: “me parecía que en aquellos niños había una alegría y una libertad a la que en cierto modo nunca habrían podido llegar los niños ‘normales’, que la infancia quedaba mucho mejor expresada en sus juegos que en los juegos reglados y llenos de prohibiciones de nuestros hijos”. Se habla de los niños como de otra civilización, algo que se hace explícito en el párrafo (verdaderamente conmovedor) en el que se da cuenta del improvisado ritual de enterramiento que han desarrollado, y la conexión casi telepática que en algún momento parece establecerse entre todos los niños del lugar tiene algo entre ingenuo y sádico, como si los “niños perdidos” de Nunca Jamás se hubiesen mudado a la primera novela de William Golding. Andrés Barba ha culminado, en fin, su mejor novela hasta hoy, basada en una buena pero arriesgada idea que ha sabido ejecutar de una forma sabia, terrible y, por ello, inolvidable.
Reconozco que formo parte del grupo de lectoras compulsivas, obsesivas casi, que cuando descubren una obra que se les mete dentro se lanzan a la búsqueda y captura de todo lo escrito por quien la firma, ya sean poemas, diarios, novelas, cartas o recetas de cocina. Así me ocurrió hace mucho tiempo con Cortázar, con Borges, con Clarice Lispector, con Marguerite Duras y con un largo etcétera de nombres que me entraron en las vísceras. Sin embargo debo reconocer, también, que con el paso de los años, con el agotador trabajo de librera a vida completa, con la conciencia de la finitud y el acercamiento cotidiano a magníficos escritos, la obsesión casi se ha disipado. Por eso, en la actualidad, son pocas las autoras de las que quiero, necesito, devorar toda la obra. Y una de esas autoras es, sin duda y sin remedio, Pilar Adón, cuya obra poética, crítica, narrativa, relatora y hasta instagranera leo con pasión admirada, como quien lee a una maestra. Las causas de mi fascinación por la escritura de Pilar, y más concretamente por La vida sumergida (Galaxia Gutenberg, octubre 2017), son, más o menos, las que a partir de aquí, de manera inevitablemente subjetiva, procuro exponer. Primer paso: llega el libro. Antes de tenerlo entre mis manos, por las razones ya comentadas, he leído algunas críticas, conozco la portada y también el texto de la contraportada. Pero todo empieza cuando llega el libro, porque entonces lo cojo entre mis manos, me lo apropio, admiro la portada, releo la contraportada que abre el apetito, lo huelo, lo aprieto, tapo la bella imagen y me entrego al título: La vida sumergida. Así se titula, no una vida sumergida, no las vidas sumergidas, no vida sumergida. No. La vida sumergida. La vida. Pienso ¿qué es la vida, más allá de las definiciones escolares, cómo definiría yo la vida, y qué es, entonces, la vida sumergida, es una vida especial o es un atributo de la vida el estar sumergida? Consulto el María Moliner, pienso en el aire como líquido, en la atmósfera como lugar de vida, en la biosfera, en abajo. Me pierdo y en la pérdida descubro un motivo esencial que me impulsa a leer todo lo que escribe Pilar Adón: los títulos. Los títulos bellos y certeros que pone a sus excritos: El hombre de espaldas, Viajes inocentes, El mes más cruel, Mente animal,Las efímeras…, La vida sumergida. Esos títulos que designan e inquietan. Pilar Adón es una maga de los títulos, y esa aparente nimiedad es una de las causas que explican mi adicción a sus escritos. Segundo paso: abro el libro. Busco la referencia de la foto de portada, acaricio el papel, respiro y voy al índice. El libro contiene trece relatos (ya lo había leído en alguna reseña). Leo los títulos. Calculo las dimensiones de cada historia y descubro que la central, “Un mundo muy pequeño”, es la más larga. Sonrío. Me implico como lectora. Me siento parte de un juego que me gusta. Reparo en que tres títulos están en latín (“Pietas”, “Fides”, “Virtus”). Establezco una relación rápida entre los tres títulos y vuelvo a sonreír. Hay dos que se nombran con una sola palabra (“Recaptación” y “Gravedad”), me intriga, quiero leer “Gravedad”, pero sigo husmeando los títulos. El último alude a un personaje shakesperiano (“Dulce Desdémona”), siento que debo empezar por éste, no sé por qué. Pero me paro en seco, repaso los títulos, me aseguro de que ninguno lleva el título del libro, porque ningún relato es el libro, porque La vida sumergida está en todas las historias y no puede ser una, porque… Sonrío de nuevo y tomo conciencia de que otro de mis motivos para abalanzarme sobre los textos de Pilar Adón , el segundo en esta larga y desordenada reseña, es la sensación de que nada está dejado al azar, de que todos los detalles están cuidados, de que como lectora tengo que descubrir claves ocultas, indagar, estudiar incluso. Y esta invitación a participar de las historias, esta manera de hacerme cómplice, de ofrecerme distintos planos de lectura, de incitarme a pensar, es una característica que pocas veces encuentro y que contribuye, y mucho, a mi pasión por la escritura de Pilar. Tercer paso: cierro el libro. No me he leído el libro, y lo cierro. Necesito pasear, tomar el aire, darle vueltas a las intuiciones llegadas de hojearlo, decidir el modo de leerlo: ¿por orden, de un tirón, relato a relato, empezando por el último? Regreso al libro. Lo abro y me lo empapo de una sentada. No es mi forma habitual de leer relatos, pero necesito hacerlo en esta primera lectura. Cuando termino sé que hay relación entre todas las historias, que todas conforman La vida sumergida, y que todas son tan diversas como reales. Y son mágicas. En casi todas dos personajes de una familia, en algunas paisajes boscosos y en otras salones rusos o casas familiares, en varias miradas al exterior y búsquedas de futuro, en otras tantas recorridos por el interior y por el pasado. Y todas atrapan, todas me sumergen desde la primera frase, todas terminan dándole sentido al títulos, todas me oprimen (soy tan claustrofóbica como agorafóbica) y todas me son familiares. En todas me reconozco. Y veo que el tercer motivo por el que adoro leer a Pilar Adón es que me obliga a vivirme en sus palabras, que no me permite leer desde fuera, que me obliga a introducirme en los espacios que propone y que, además, lo hace desde la primera frase de cada uno de los relatos, porque cada relato tiene un inicio que marca el ritmo de la historia, y una vez empezado no se puede abandonar. Cuarto paso: me dispongo a leer cada historia detenidamente, con el lápiz en la mano y el diccionario cerca. Sé que me llevará más de un día, así que decido dedicarle todos mis tiempos libres durante una semana. Leo cada relato dos veces, o más. Al principio en silencio y subrayando. Después de pie y en voz alta, caminando al ritmo de la palabra. En cada principio hay una afirmación que incita mi curiosidad y, por eso, cada relato debo leerlo sin parar en medio. Además, sólo así puedo sentir el ritmo, ese que Pilar Adón, tan bien, y también, domina, y que es mi cuarto motivo para leerla siempre y cada vez más. Prueben con la lectura en voz alta. La primera historia, “Pietas”, se inicia así: “Se habían habituado al licor de ajenjo y lo bebían de pie, por las mañanas, junto al fregadero de piedra o apoyadas en la escalera que movían de un lado a otro por la biblioteca para llegar a los estantes más altos”. ¿No les parece un ritmo circular que hay que continuar? ¿No les asombra la cantidad de información que contiene? ¿No les suena a voz de abuela contando? Vayamos a otro relato, “Recaptación”. Se inicia así: “La luz fue una cuestión esencial desde el principio”. ¿Sienten la curiosidad? Quinto paso: cierro el libro, una vez más. Lo cierro sabiendo que lo abriré múltiples veces, que volveré a leer Othello, que subrayaré y anotaré en los márgenes, que buscaré más información sobre “Virtus”, que leeré fragmentos en voz alta, y que volveré a asombrarme. Y siento que todos los pasos me llevan al inicio, y que mis motivos de pasión por la escritura de Pilar Adón, por La vida sumergida, tienen que ver con el estar sumergida en la vida y sentir que las palabras leídas, una y otra vez, las historias magistralmente narradas, como éstas, nos hacen vivir más porque en cada lectura algo nuevo descubrimos y el asombro no cesa. ¡Gracias, Pilar! Izaskun Legarza, Librería de Mujeres de Canarias (Santa Cruz de Tenerife)
Una de las novelas más hermosas, sensibles y hondas que se han publicado entre nosotros durante este 2017 que comienza a terminar es Una casa en Bleturge, casi-debut en la narrativa de la poeta malagueña Isabel Bono. Intensa pero pudorosa, delicada y potente, esa narración fragmentaria ha sorprendido a numerosos lectores, pero no a quienes venimos avisando desde hace años de que estamos ante una de las mejores escritoras españolas de su generación (ante una de los mejores escritores españoles de su generación, quiero decir). Nacida en 1964, Bono pertenece a una quinta de poetas que ha quedado un tanto eclipsada entre la excesiva fama de los nacidos en la década de los 50 (y que forman eso que tan imprecisamente se conoce como la “generación de los 80”) y la irrupción de los nacidos ya en los 70, y sin embargo entre los de su edad están muchos de los mejores, como Lorenzo Oliván, Luis Muñoz, Álvaro García, Ada Salas o Vicente Gallego, menos “mediáticos” pero, quizá precisamente por ello, con más cosas que decir. Ahora Bono ofrece en Lo seco, su último libro de poemas, un libro de memoria, de indagación en el propio pasado, algo que lo distingue o incluso lo aleja de anteriores poemarios, escritos siempre en un palpitante presente, como apuntes de un diario íntimo en verso. Éste está escrito en pasado, y abunda el uso de la primera persona del plural, como un sujeto colectivo (¿familiar?, ¿local?…) del que la autora se hiciera portavoz para expresar unas experiencias, ilusiones y caídas compartidas, acaso generacionales: “todo nos pertenecía / cuando bajaba la marea”. Alérgica a las mayúsculas (tal vez un modo de subrayar lo que sus versos tienen de fragmentos, como si fueran textos aislados de poemas mayores, o una estrategia sutil para expulsar toda posible huella de solemnidad), la poesía de Isabel Bono brilla especialmente en los títulos de sus poemas, siempre muy cuidados (como ocurría con las piezas narrativas de Una casa en Bleturge), y en los poemas breves, que son verdaderamente fulgurantes. Así ocurre con “quiero despertar ahora, pensaste” (“alguien gritó tu nombre / y al volver la cabeza, comenzó a llover”) o “una tarde cualquiera” (“llegó el futuro // y eché de menos la tierra / bajo mis pies”). Bono nunca ha necesitado mucho espacio para concentrar significados, sugerencias, revelaciones. Su capacidad para condensar y aglutinar belleza, inteligencia y sensibilidad en pocas palabras, en ciertos silencios especialmente expresivos, es realmente admirable. Nos gusta la poesía de Isabel Bono porque está escrita con el idioma de la verdad, de lo realmente vivido y sentido, y eso es algo que llega a los buenos lectores por un cauce directo, sin ruido, sin posibles distracciones, porque su poesía atrapa e ilumina en el mismo momento, no es una “poesía interesante” sino que importa de veras, y no es que convenza sino que sacude, porque desde lo más profundo y privado de sí misma está hablando de todos.
“–Señora Karr, ¡esto parece un agujero de bala! Lecia, que no dejaba pasar una, intervino: –¿Eso no es de cuando le disparaste a papá? Y mamá entornó los ojos, bajó un poco las gafas por su nariz patricia y dijo con displicencia: –No, eso es de cuando Larry. –Se giró y señaló otra pared.– A tu padre le disparé allí. Cuando el destino te pone en bandeja unos personajes así, ¿para qué inventar nada?” Seguramente, en mayor o menor medida, todos poseemos anécdotas, vivencias, traumas… Vergüenzas difíciles de integrar en esa “vida normal” tan sui generis que nos empeñamos en tener o como mínimo mostrar. Hay que ser muy valiente para exhibir tus miserias (no digo ya si además de propias son, para mayor inri, de tu madre). Poseer un espíritu temerario para publicarlas en vida de sus protagonistas. Y una buena dosis de divinidad para conseguir que tus seres queridos no te destierren al infierno o, como mínimo, te retiren la palabra. Nada más fácil y aséptico que imaginarse hechos ajenos, por muy crudos y vergonzantes que sean, pero hablar de y sobre tus seres queridos, de tu familia… Máxime si esas personas han decidido vivir bajo sus apetencias y se han puesto el mundo por montera… ¿Cómo debe de ser casarse siete veces, dos de ellas con el mismo hombre a lo Elizabeth Taylor? ¿Dilapidar una fortuna considerable, o alcoholizarte hasta el extremo de arriesgar la vida de tus hijos? Pues por lo que se ve, algo no tan extraño. La propia Mary Karr cuenta, entre divertida y sorprendida, la repercusión mediática (libro del año para The New Yorker, People y Time), comercial (segundo libro más vendido durante un año entero según The New York Times), pero (y), sobre todo, a nivel humano que sus memorias noveladas causaron; más de un psiquiatra “recetó” su lectura para superar ciertos casos de abusos infantiles. Y llegó a recibir una media de cuatrocientas cartas semanales de lectores agradecidos por haberles ayudado a superar todo tipo de conflictos familiares o personales. Maravilloso, además de, como poco, sorprendente. El dolor es infinito. Aun así y pese a lo que pueda parecer, El club de los mentirosos es un libro que se lee sin sentir. De lectura ágil, agradable, fluida, incluso divertida. Una suerte de memorias noveladas con funciones terapéuticas para quienes lo necesiten y literatura del más alto nivel para el resto de los mortales. Un libro de esos que los libreros podemos recomendar sin miedo a herir sensibilidades pese a los temas que toca. Gloria para ojuelos librescos. Librería Atticus Finch (Madrid)
Hemos leído muchos libros sobre campos de concentración, pero en ellos pocas veces como en este párrafo se ha acertado a expresar la mezcla de tedio y temor que existía allí entre los hacinados: “En ese momento la habitación quedaba ordenada, el trabajo se había terminado y un día más, eterno y monótono, igual que el de ayer y anteayer, se abría delante de ti: de nuevo saldremos un rato al patio, intercambiaremos unas palabras con este y aquel, entraremos a ver a la pandilla en la otra habitación durante un rato y saldremos de allí mirando al vacío mientras esperamos el almuerzo que nos sacará del aburrimiento. Un sinfín de preocupaciones de todo género te roerá la cabeza, además del perenne y oculto temor a algo indefinido por venir, que no te abandonará ni por un instante”. Su autor fue David Vogel (ucraniano de 1891 pero nacionalizado austriaco desde 1925), y trágicamente acertaba al sentir ese “temor a algo indefinido por venir” porque terminó asesinado en el campo de exterminio de Auschwitz en 1944. Antes, a comienzos de 1940, había contado en Todos marcharon a la guerra, que ahora se presenta por primera vez en castellano (traducido desde el hebreo por Rhoda Henelde y Jacob Abecasis), su penosa experiencia en el centro de internamiento de Bourg y en los campos de concentración franceses de Arandon y Loriol, donde sucedió todo eso que ya sabemos, donde se cuenta lo previsible, y donde sin embargo leemos como si fuera por primera vez hechos tan inverosímiles como veraces. Judío de nacionalidad austriaca en Francia, Vogel lo tenía francamente mal cuando en 1939 Francia declaró la guerra a Alemania, momento en el que arranca el libro para señalar cómo los sucesos de la Historia van a atropellar los derechos de un ciudadano. Recluido como si fuera alemán, enseguida es su religión la que, sin demasiados disimulos, justifica entre sus captores la continuidad de su reclusión, y su traslado a campos específicos para judíos. La locuaz francofobia del autor queda explicada de un modo difícilmente rebatible, y se une a una larga lista de testimonios directos sobre la inmensa culpa de Francia en aquellos años, antes incluso de la Ocupación. David Vogel, con una prosa sencilla pero realmente atractiva y exacta, consigue tejer un libro amable y terrible a la vez, escrito con cierta actitud kafkiana (kafkiana de El proceso) en el sentido de que el protagonista asiste a todo lo que le pasa fingiendo no entender nada, subrayando el absurdo de los motivos por los que se les busca y se les reúne bajo vigilancia en condiciones denigrantes, con una ingenuidad que en buena medida es postiza, estilística, pero literariamente eficaz porque expone cómo la realidad puede ser llegar a ser literalmente inexplicable, grotesca: “Estaba enjaulado, recluido. Por vez primera, sentí que no se trataba de ficción, sino de una amarga realidad. Habían aprehendido a un hombre que no había hecho ningún mal a nadie y lo metían en la cárcel. Lo sentí como una afrenta personal, como si me hubiesen abofeteado en plena calle, menospreciado como ser humano delante de muchísimas personas”. Es, por supuesto, un libro herido, y además pesimista (y el tiempo le daría la razón a Vogel, al menos en cuanto a su destino particular), y sin embargo hay espacio para el humor, o para retratar ciertos momentos de generosidad en medio del hambre, la suciedad, el miedo, la enfermedad o la desesperación. Hay como una obligación moral, un deber civil, en leer a quienes murieron asesinados en los campos de exterminio, al menos cuando escriben sobre todo eso que les estaba pasando. Los testimonios en primera persona de aquellos hombres y mujeres es todo lo que les queda a aquellos a los que les quitaron todo del modo más inhumano: es su voz, su memoria, su protesta, su advertencia. Son textos vigentes por definición, documentos de primer grado. Pero si además están escritos con la altura literaria de Todos marcharon a la guerra, con su espíritu bondadoso y modesto, con su moderación estratégica en medio de la indignación, con su prosa sagaz e indagadora… la lectura se convierte, además de en un recordatorio necesario, en un placer. Un placer en tensión, un placer estremecedor, un placer, sí, culpable, pero no porque estemos disfrutando de un libro estupendo, sino por la consciencia releída y renovada de todas las cosas que hemos hecho.
Una niña crece en Inglaterra acompañada de la imagen, de la sombra de una mujer de su familia de la que nadie parece querer hablar ya que muchos secretos son los que esconden y ocultan su figura. Pero esa niña se queda con los susurros que guardan esos secretos acerca de su prima Prim, esa sombra inolvidable y proscrita de su familia. Pero ¿por qué ese silencio? ¿Quién es realmente Prim? ¿Qué pasó para haber sido prácticamente borrada? Muchas preguntas sin respuesta. Hasta que un día esa niña, ya adulta, descubre que Prim, sobre la que cae el peso de la desaprobación de toda su familia, es Leonora Carrington, una de las artistas más importantes del siglo XX e integrante del movimiento surrealista; a partir de ahí se desata su “obsesión”. Joanna Moorhead, fascinada por la historia de su prima, decide viajar a México a conocerla, y de ese encuentro nacerá “Leonora Carrington. Una vida surrealista”, donde detalla la vida de la artista y la entrelaza con la historia del siglo XX de forma equilibrada y muy bien documentada. Además Moorhead compartió con ella cinco años de conversaciones, recuerdos, compañía, conocimiento mutuo, cariño y admiración. Leonora Carrington es dueña de una vida apasionante y de un gran talento artístico, todo ello basado en una rebeldía vital y en un instinto natural y libre que la llevaron a vivir y trabajar bajo sus propias decisiones. Nace en una familia rica y acomodada de Lancashire, en Inglaterra, y abandona todo por irse junto a Max Ernst a París, donde se seguirá formando como artista y se llenará del excepcional ambiente artístico de aquellos años en torno a 1937, formará parte del grupo surrealista, amará intensamente, vivirá el estallido de la Segunda Guerra Mundial, conocerá la pobreza y el dolor, sentirá la locura, de la cual dejará testimonio en sus Memorias de abajo, se exiliará a México, se casará, tendrá dos hijos, vivirá sola en Nueva York y Chicago, escribirá cuentos y una novela, leerá mucho, creará esculturas maravillosas, cultivará amistades mágicas y esenciales durante su vida, pintará y pintará, y terminará sus días en México siendo reconocida por su talento e importancia en la historia del arte de los siglos XX y XXI pero eligiendo vivir aislada y al margen de focos y fama. Joanna Moorhead realiza un lienzo de la vida de la artista británica que se mira, se observa y se lee con fascinación. Esa fascinación que se siente ante la revelación de un misterio. Es un libro maravilloso escrito desde el rigor, el respeto y la emoción, desde el que se descubre una obra artística única, perturbadora y reveladora y desde el que se puede observar la vida desde la mirada de una mujer de espíritu independiente, valiente y libre. Sagrario Santamaría, Librería Taiga (Toledo)
Ahora que todo el mundo habla de Patria, de Fernando Aramburu, un verdadero hito editorial, parece irse olvidando que hace un par de años se produjo otro fenómeno más pequeño y modesto, menos estruendoso y premiado pero probablemente más arriesgado e igualmente revelador que constituyó la primera gran novela sobre ETA tras el final de ETA, aparte de un experimento literario realmente interesante y convincente. Me refiero, por supuesto, a El comensal, de Gabriela Ybarra, que abrió una línea de indagación narrativa en “el asunto vasco” por antonomasia, y que está teniendo continuidad en ciertas novelas más recientes. Por otra parte, la editorial donostiarra Erein ha recuperado, dentro de su necesaria Biblioteca Ramon Saizarbitoria, la incómoda y magistral novela Cien metros, que, publicada en 1976, contaba los últimos segundos de vida de un terrorista antes de ser abatido en el barrio Antiguo de San Sebastián (y ya se anuncia la nueva edición de Los pasos incontables, otra narración magnífica del autor –tan insuficientemente conocido en España como justamente indiscutible en los circuitos vascos- que, de un modo aparentemente más oblicuo pero igualmente central, abordaba el asunto de la llamada “lucha armada”). Al díptico de Edurne Portela formado por el ensayo El eco de los disparos y la novela Mejor la ausencia, se ha unido La línea del frente, de Aixa de la Cruz, y cuando todavía estamos digiriendo estas dos últimas narraciones citadas, aparece entre nosotros la versión en castellano de Los turistas desganados, la primera novela de la vitoriana Katixa Agirre. La versión original en euskera (Atertu arte itxaron) obtuvo muchos de los premios reservados a ese idioma y, ahora que podemos leer la versión en castellano, traducida por la propia autora, podemos entender por qué. Lo que comienza siendo una road novel con aires explícitos de intrascendencia, con afán deliberado de ligereza, acaba tratando temas muy graves, pero la autora acierta a hacerlo sin solemnidad, de forma refrescante pero nada frívola, con desparpajo de calidad, con desenfado significativo. Escrito en primera persona y en presente, lo que principalmente leemos aquí es el cuaderno de viaje de unos días en los que la joven musicóloga Ulia regresa a su tierra vasca con su novio, el avilés Gustavo, un profesor universitario muy bien acomodado en Madrid. El espíritu del verano, la complicidad del amor, la buena gastronomía, la golosa indolencia del título o unas digresiones realmente graciosas (que a menudo adquieren la forma de diálogo, pero también de microensayos sobre diferentes aspectos de la vida de Benjamin Britten, objeto de la tesis doctoral de la protagonista) van dejando paso paulatinamente (pero sin que el tono del libro cambie) a asuntos más serios, y entre ellos, claro, al “asunto”. No es que haya grandes sorpresas finales, sino que las revelaciones se van ofreciendo al lector desde pronto, pero no podemos adelantar nada: únicamente admirar cómo ha conseguido la autora tratar esos temas de un modo que es a la vez distante pero implicado, como sin comprometerse pero inevitablemente desde dentro. Lo que la novela tiene de “retorno a la semilla” va mucho más allá de la simple excursión que articula el texto, pues si se habla de las manifestaciones a favor del reagrupamiento de los presos como de “folclore vasco”, si hay alusiones a “esos bares” o hasta se hace uso del verbo “incautar” cuando la protagonista se hace con un paraguas para lanzarse a la calle… se hace de un modo que no es exactamente irónico, porque en ello subyace algo claramente herido, pendiente de cicatrizar, un dolor vigente… pero si se puede hablar ya del terrorismo de este modo, aparentemente relajado pero en el fondo muy en serio, es en buena parte porque todo aquello, aunque muy reciente, nos parece ya remoto, casi imposible, como un mal sueño que ya nos pareciera inverosímil. Los turistas desganados es una novela de actitud juvenil pero madura, muy vivaz y jovial, muy despejada e inteligente, y está además muy bien escrita, con un ritmo ágil y a veces hasta nervioso que se ajusta muy bien a una trama que parece tan improvisada como la ruta de los personajes pero que está perfectamente planeada y estratégicamente planteada. Y es un libro listo, vitalista, enamorado, anhelante de felicidad en forma de kilómetros que se recorren en compañía, en busca de un paisaje, de una playa, de una patria verdadera… Incluso los pasajes más nítidamente trágicos (como la crónica de los atentados del 11-M, que permitió que los personajes –siempre condicionados, pues, por la violencia…– se conocieran) están tratados de un modo nada lacrimógeno, sino con una extraña invitación a seguir viviendo, pero se hace sin la menor sombra de banalización. Es otra cosa: un sentimiento elemental de supervivencia, de afán de crecimiento, de curiosidad sana. Y esta otra propuesta de memoria colectiva, esta otra forma de homenaje, consigue convencer y contagiarse.
“Aquello que antes era periférico y marginal hace su aparición en el centro”[1]
“Y, también, algún día, esta nueva África será libre”[2]
Nos encontramos ante un texto recopilatorio. Es decir, un libro que agrupa artículos desde 1980 a 1992. Es importante para entender el contexto y lo que aparece en las líneas siguientes. Thiong’o es un escritor y activista keniata con una voz nítida y contundente. La publicación de este libro nos muestra a un intelectual africano en todo su esplendor. Dividido en tres partes muy claras y un epílogo, caminamos junto al autor por sus recuerdos y la historia de África desde finales de los años 30 hasta el fin de siglo pasado. Estamos frente a una narrativa resistente, tanto en su sentido perdurable como de lucha ante un discurso impuesto. Thiong’o nos sitúa ante nuestro espejo deformante. Nos muestra la máscara colonial detrás de muchos discursos. Señala sin concesiones, pero con un ritmo y una estructura apabullantes. Desbordante en su aparente sencillez. Porque es clave que en “estos ensayos insista tanto en el carácter asfixiante y destructivo de las estructuras coloniales y neocoloniales […] el mundo entero está sometido a una minoría burguesa, eurocéntrica, blanca y masculina”, reflexiona el autor. Frantz Fanon, David Diop, Kwame Nkrumah, Maina wa Kínyattí, C.L.R. James y tantos otros aparecen en el relato como precursores y jalones de la dignidad de la cultura frente al colonialismo e imperialismo. En palabras del keniata, “El arte, los artistas y los intelectuales pueden representar un mundo acorde con las necesidades de las fuerzas de la destrucción humana o acorde con las fuerzas de la resistencia y la subsistencia. No son posibles las representaciones imparciales”. Y de ahí su lucha como intelectual y escritor comprometido. Estos artículos son una toma de postura ejemplar. “Sisi twasaidiana” (“Nos apoyamos los unos a los otros”). Así sea. Trasmitamos el mensaje y las palabras de Ngugi contra el eurocentrismo y el racismo. APOSTILLA. Añado varias citas de otras obras de Thiong’o para reforzar, si fuese necesario, la irrefrenable sensación interna de leerlo y compartirlo. “Me doy cuenta de que también la palabra escrita puede trasmitir la musicalidad que tanto aprecio en los relatos orales, y en particular la melodía de los coros. […] Las palabras escritas también pueden cantar”. [3] “No pueden saber el dolor que llevo en mi corazón. A menudo, cuando estoy solo en una cabaña techada de paja y helechos, y llueve o sopla el viento, o cuando estoy solo por la noche y la luz brilla sobre la tierra, puedo oír todas las voces, las voces que viven y las que vendrán, todas cantando para mí en susurros. En esos momentos creo que estoy a punto de hacerme con la melodía, el ritmo y el tema de la música que siempre he deseado escribir. Pero se escapa, llevada por las olas del viento”. [4] Ahora nos toca a nosotras leerlos y difundirlos.