Lo que deseo para la LIJ son lectores
En los últimos tiempos, surge desde el fondo una vocecilla que me incomoda con su reflexión: ¿Dónde están los lectores en nuestro discurso? Como libreros, nos centramos en analizar la producción editorial cuando hablamos de LIJ. Algo que también les ocurre a docentes, bibliotecarios y familias, que bucean en las estanterías buscando obras de calidad, […]
En los últimos tiempos, surge desde el fondo una vocecilla que me incomoda con su reflexión: ¿Dónde están los lectores en nuestro discurso?
Como libreros, nos centramos en analizar la producción editorial cuando hablamos de LIJ. Algo que también les ocurre a docentes, bibliotecarios y familias, que bucean en las estanterías buscando obras de calidad, que transmitan un determinado mensaje o propongan un aprendizaje al lector. Muchos editores intentan dar respuesta a esas inquietudes, surgiendo modas, corrientes y tipologías nuevas de publicaciones.
En estos días en los que el mundo está patas arriba, en el que hemos limitado el máximo nuestros movimientos y vivimos entre las cuatro paredes de nuestras casas –con mayor o menor estrechez, luz, ventilación o libros-, la sociedad y las instituciones han obviado también a la infancia.
Han ignorado sus necesidades de juego al aire libre, sus necesidades de expresión emocional. La sociedad les ha atiborrado de deberes, mayormente repetitivos, para ocupar su tiempo y que molesten lo menos posible. Desde la televisión pública han programado un espacio que limita el conocimiento a clases eruditas y aburridas, como si los niños y jóvenes fueran estudiantes universitarios de siglo XIX.
La educación literaria y la lectura como formadora del pensamiento crítico, cuestionador, de nuestra formación como seres humanos y ciudadanos, brilla por su ausencia. Ignoramos sus derechos y llenamos a los niños y niñas de obligaciones que no responden a sus necesidades ni a nuestros supuestos objetivos pedagógicos.
La sociedad considera a los niños como recipientes o como usuarios. Recipientes que hay que llenar. Se espera de ellos que sean máquinas que procesen como ordenadores, que den respuestas automáticas, sin reflexión alguna, en base a la combinación de preguntas que les formulamos.
¿Dónde queda la formación de un lector competente y crítico? ¿No debería ser ese el objetivo de toda acción educativa y cultural que defienda la lectura como algo necesario, fundamental para la evolución y transformación de un país?
Cuando en 2007 se publicó la Ley del Libro, no sólo se creó un documento que marcaba el precio fijo del libro y establecía una normativa –que por otra parte no tiene consecuencias infringir- que regulaba el mercado editorial.
El espíritu de la Ley era también el de dotar de un espacio obligatorio en la escuela para la lectura, a través de un Plan Lector. Un plan para la Lectura, la Escritura y la Investigación que se desarrolló de forma integral sobre el papel en las diferentes comunidades autónomas, generando documentos interesantes que aportaban herramientas para desarrollar pedagógicamente este enfoque.
Fue sin embargo una Ley sin presupuestos añadidos. No establecía el abastecimiento de las bibliotecas públicas escolares ni subvencionaba el desarrollo de programas y acciones sostenidas en el tiempo para una verdadera promoción de la lectura. Papel mojado, como cualquier otra Ley que no cuente con los recursos necesarios para desarrollarse.
Se necesita un cambio en la percepción de la infancia, una seria reflexión sobre qué significa leer, qué tipo de libros escogemos para los niños y niñas, qué objetivos reales se esconden tras nuestras elecciones.
Se necesita un Pacto institucional por la lectura, una revalorización de la importancia del acto de leer, tan devaluado socialmente en la actualidad.
Nuestra sociedad está volcada en lo digital, sin entender que manejar la información para producir conocimiento y reflexión también requiere de lectores críticos y competentes. Durante el confinamiento necesitamos evasión y acudimos al cine, a las series y a los libros; pero la educación literaria es necesaria para poder generar un discurso a partir de las lecturas, no solamente consumirlas.
Los libreros necesitamos a los lectores para sobrevivir.
Somos mediadores de lectura en cuanto a que recomendamos libros a esa infancia ávida de historias en sus primeras etapas, luego reacios a leer por culpa de un aprendizaje de lectoescritura mecánico y que olvida la importancia de la curiosidad o de la fascinación que nos aporta lo literario.
Somos mediadores con las familias, aquellas que invierten en libros porque los consideran fundamentales para el crecimiento de sus hijos. Pero, ¿y los lectores que no llegan a las librerías porque no tienen ese hábito cultural? ¿Qué ocurrirá en el futuro, cuando se generalice la ausencia de contacto con los libros en un sistema escolar con bibliotecas apenas dotadas, mayormente inactivas?
Así que cuando pienso en qué deseo para la LIJ, mi respuesta es que le deseo lectores.
Lectores, dispuestos a reírse, horrorizarse, entristecerse con una buena historia. Lectores curiosos, ávidos de datos que transformar en conocimiento. Le deseo instituciones que den importancia a la lectura y a la educación literaria como herramienta pedagógica fundamental para la construcción del ser humano, y que invierta en las bibliotecas públicas y escolares, en llevar a cabo programas reales de fomento de la lectura, que forme a sus docentes apropiadamente para elaborar planes que respondan a las necesidades e intereses reales de la infancia.
Lara Meana, El Bosque de la Maga Colibrí