“El antropoide” de Fernando Parra Nogueras
Cómo hablar de una de las grandes novelas que Candaya nos ha presentado en lo que llevamos de año sin hablar, a su vez, de lo que Candaya lleva haciendo por el mundo de la literatura desde 2003. Su catálogo no puede dejar indiferente y cada ocasión en la que se habla de uno de sus libros es una oportunidad para resaltar esa apuesta por la literatura que interpela, que se graba como una cicatriz en la piel y que nos construye, más allá de como lectores, también como individuos.
El antropoide es una novela sobre nosotros mismos pasada por el tamiz de la ficción. Lo que en un primer momento nos acomoda (Eduardo es demasiado concupiscente, demasiado voluble, demasiado antropoide), pronto nos golpea con la imagen de un espejo en el que, deliberadamente o no, terminamos reconociéndonos.
La lucha entre el sujeto social que somos, el sujeto que queremos ser, lo que realmente nos mueve y lo que se espera de nosotros es uno de los ejes centrales de esta obra. Una lucha poliédrica en la que el vencedor y el vencido son la misma persona, un Eduardo que no puede escapar de sus propios delirios ni de la culpa que le asfixia, como el Raskolnikov de Crimen y castigo. Y, como en la obra de Dostoievski, no está todo perdido.
Sólo del estilo de Fernando Parra se podría escribir otra reseña. Con un comienzo que bebe de y se recrea en Gabriel Miró, el narrador va calando en nosotros hasta hacernos caer en una trampa cervantina. Dos referentes ya citados por Pilar Blanco en la contraportada y que, lejos de quedarle grandes, engrandecen el marco narrativo. Parra establece con el lector, sin pedir permiso, un juego literario, un despliegue de pistas que hacen que la novela se desmarque de sus límites para ser ésta la que invada a sus referencias. Eduardo es de algún modo una transmutación de Raskolnikov o Jekyll, pero también es Harry White en El demonio de Selby, es Alexander Portnoy, es el pastor Dafnis, es Dante estirando los dedos hacia los de Beatrice y, absorbido por la espiral de la trama, frenéticamente acelerada, cada vez más Hyde.
Se ha vuelto un lugar común mencionar que lo que El antropoide descarnadamente ofrece se aleja de la amabilidad que acompañaba la lectura de Persianas. Es cierto que entre una y otra novela el autor efectúa un salto que es casi un salto al vacío. Sin embargo, ni Persianas era, en el fondo, tan amable (el obligado final de la infancia nunca lo es) ni Eduardo se nos presenta, aun con todos sus, si se quiere, defectos, como un personaje tan hostil. En esta casa discrepamos sobre si, en el fondo, Eduardo se redime. Si bien, efectivamente, él no lo hace —no es redención si no se acata lo que dicta la sociedad—, ella, Beatrice, se da la vuelta, como el espejo de Eurídice, para descender con Dante, sin Orfeo, a la literatura.
Sara J. Trigueros y Carmen Juan, Librería 80 Mundos (Alicante)